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Los cánticos de la iglesia cercana se cuelan por las ventanas de la modesta oficina como si fueran la banda sonora del relato de los últimos 30 años de vida de Godeliève Mukasarasi. La melodía es festiva y pegadiza y hace sonreír plácidamente a esta mujer, que está convencida de que cantar, bailar y hablar son los mejores antídotos para “salir del pozo del dolor”. A ella le funcionó y a miles de ruandesas a las que ha ayudado a superar el traumatismo del genocidio de 1994, también. Mukasarasi es la fundadora de SEVOTA, una organización que desde hace casi 30 años reúne, reconcilia y defiende a mujeres que quedaron viudas, sufrieron violencia sexual y se vieron a cargo de sus familias tras las atrocidades que vivió el país africano. Desde el 2000, el proyecto se amplió para acoger también a los niños fruto de las violaciones, víctimas del desamor y del desprecio social, incluso desde antes de nacer.

“El objetivo es inyectar ganas de vivir y de perdonar, fuerza y prosperidad, donde antes había pobreza y tristeza”, resume en una entrevista con este diario esta trabajadora social de 66 años, que perdió su casa, su marido y una hija tras el genocidio. SEVOTA es hoy una red que abarca casi todo el territorio de Ruanda y que trabaja mano a mano con las autoridades y con expertos de diferentes ámbitos (legal, humanitario y médico, entre otros), para poder seguir llegando a mujeres de todo el país. La organización ha inspirado a otras en el mundo y Mukasarasi ha recibido varios galardones internacionales, como el International Women of Courage Award (premio internacional a las mujeres de coraje) en Estados Unidos en 2018. Días antes de esta entrevista en Kigali, fue nombrada doctora honoris causa por la Universidad Cristiana de Texas (TCU, por sus siglas en inglés). “No podemos curar si no estamos curados, si no hemos tomado esa decisión. Y yo la tomé”, afirma.

Pregunta. Su organización, SEVOTA, nace de una promesa y de una visión.

Respuesta. Durante el genocidio perdimos nuestra casa en la ciudad de Taba, mis allegados se vieron perseguidos, los familiares de mi marido, que eran tutsis, fueron asesinados: mis suegros, cuñados, sobrinos… Nosotros huimos. Primero a casa de mis padres, que eran hutus, y luego dirección la República Democrática del Congo, entonces llamado Zaire, aunque no llegamos a salir de Ruanda. Yo rezaba mucho y prometí que si mis hijos sobrevivían crearía alguna obra caritativa que perdurara. Pensé en un orfanato, porque había muchos huérfanos, niños que habían tenido menos suerte que los míos. Cuando volvimos a nuestro hogar habíamos perdido todo. Mi marido era comerciante, teníamos una habitación que usábamos como almacén y ahí nos instalamos. Era lo único que nos quedaba. Un día, rezando, una imagen apareció en mi cabeza: mujeres llorando y después riendo. Decidí invitar a un grupo de viudas a charlar a casa y ahí germinó todo. Era diciembre de 1994.

P. Esas mujeres fueron víctimas y testigos de crímenes cometidos por vecinos, amigos, familiares…

R. Tras el genocidio, las mujeres de Ruanda se encontraron sin marido, sin hijos… Mi reto fue convencer a una mujer que no había sufrido el genocidio de ayudar a su vecina que sí había sido víctima. Y todo eso en una pequeña ciudad donde todo el mundo se conoce. Pero poco a poco, ruandesas cuyos maridos e hijos habían matado a gente fueron a ver a otras mujeres y les pidieron perdón… Eso fue el inicio de la reconciliación. Cáritas nos dio unas lonas para hacer una especie de techo, habilitamos un espacio para las reuniones y empecé a localizar a más viudas. Comencé inculcándoles sus derechos para poder protegerlas. Las ruandesas que fueron violadas y salvajemente golpeadas —desde niñas de 10 años hasta abuelas—, o que sufrían discapacidades de por vida debido a esas vejaciones, no eran capaces de decir sí a la vida y de dejar atrás el horror. No eran conscientes de sus derechos más esenciales. Yo sentí que a esas mujeres solo les podía ayudar otra mujer.

Mi reto fue convencer a una mujer que no había sufrido el genocidio de ayudar a su vecina que sí había sido víctima. Y todo eso en una pequeña ciudad donde todo el mundo se conoce

P. ¿Qué ocurría en esas reuniones?

R. En una sociedad como la nuestra, las mujeres violadas también sufrían el desprecio de sus allegados y se encerraban en ellas mismas para evitar ese abandono. Pero sí lograban hablar con otras mujeres, aceptarse y ayudarse entre ellas. En los encuentros insistíamos en el perdón y la unidad. Y eso se traducía en reunirse en torno a una actividad, por ejemplo las trenzas, un peinado que se hace en grupo, o en ocuparse del ganado o de las tierras. Y así también se luchaba contra el aislamiento. Esas mujeres necesitaban un espacio para hablar, consolarse y proyectarse… Y sus hijos también comenzaron a jugar juntos, pese a que la historia que había separado trágicamente a sus respectivos padres y madres.

P. Usted ha ayudado a muchas mujeres, pero también ha sido víctima.

R. En 1996, mi marido fue testigo en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda en Arusha, en Tanzania. En aquel momento había infiltrados que volvían a matar a gente y, como él había colaborado con el tribunal de la ONU, lo fusilaron el 23 de diciembre de 1996, junto a mi hija de 12 años y otras nueve personas. Conservé tres hijos: dos varones y una niña. Ahora ya soy abuela, pero cuando me quedé viuda, me sentí tan vulnerable que no pensé que podría seguir adelante con la organización y mucho menos ir a reuniones internacionales y hablar delante de gente. Otras mujeres me ayudaron a salir de ese pozo, a seguir estudiando, a ir hacia adelante y a recuperar las ganas de cantar y bailar. Esa solidaridad femenina es esencial.

P. ¿Ruanda ha dejado atrás el trauma del genocidio?

R. La reconciliación que predica el Gobierno de Paul Kagame existe. No hablamos de hutus ni tutsis, ahora nos sentimos ruandeses: tenemos la misma lengua y religión, celebramos bodas y funerales juntos y también recordamos el genocidio juntos. El trauma existe, está ahí, más o menos curado, pero vuelve, porque hay cosas que no se pueden olvidar. Yo, por ejemplo, cuando veo una niña de la edad que tenía mi hija cuando la mataron sufro, porque soy humana. He hecho un camino de autocuración, sé cómo gestionar todo eso, pero me duele. Cuando llega el aniversario del genocidio, los ruandeses recordamos cómo mataron a los nuestros y destrozaron nuestras casas y si somos fuertes no nos desplomamos. Pero hay jóvenes que no vivieron aquello y caen en una profunda depresión al escuchar los relatos de familia. Es el trauma transgeneracional.

Hay mujeres que en estos casi 30 años no han tenido a nadie con quien conversar, que fueron violadas y lo esconden. Pero cuando llegan al grupo finalmente pueden hablar y empiezan a sonreír

P. Hace más de 20 años su organización se abrió a los niños nacidos de las violaciones.

R. Sí. Las mujeres que quedaron embarazadas tras ser violadas no querían a sus hijos, no podían ni mirarlos, ni ponerlos en su pecho. Esos niños se vieron traumatizados desde que eran un embrión y crecieron en medio de una gran violencia. Desde muy pequeños fueron probablemente maltratados de diversas maneras y se les culpó de cosas que no tenían nada que ver con ellos. Y aprendieron a sentir cólera, deseo de venganza y odio. Desde el 2000, nuestro trabajo fue también intentar sanar a estos pequeños, acogerlos durante sus vacaciones, intentar inyectarles paz y favorecer el encuentro con sus madres. Quisimos que las mujeres reconquistaran la maternidad que no pudieron disfrutar y también que pudieran pedir perdón a sus hijos. Estos niños y niñas hoy ya son padres y madres. Algunos trabajan con nosotras.

Godelieve Mukasarasi, fundadora de la organización SEVOTA, durante una entrevista con El País, el 31 de mayo en Kigali.
Godelieve Mukasarasi, fundadora de la organización SEVOTA, durante una entrevista con El País, el 31 de mayo en Kigali.ALBERT GARCIA

P. ¿Su asociación sigue llegando hoy a mujeres que nunca han recibido ayuda en estos años?

R. Hay mujeres que han sufrido mucho y que en estos casi 30 años no han tenido a nadie con quien conversar. Muchas de ellas, cuando llegan al grupo, finalmente pueden hablar y empiezan a sonreír. La danza nos ha ayudado mucho en estas terapias. Hay maridos que dicen que no sabían que sus esposas podían reír a carcajadas, que nunca las vieron contentas.

P. En todos estos años, ¿hay algún caso que le haya impresionado especialmente?

R. Recuerdo a muchas mujeres, pero citaría, por ejemplo, a una joven que fue violada durante el genocidio y quedó embarazada. Sus hermanas le decían que abortara. Ella lo intentó, pero fue en vano y finalmente tuvo a su hija. Cuando dio a luz, su familia quería tirar al bebé al río, pero no tuvo la fuerza para hacerlo y fue apaleada por sus allegados como castigo. Posteriormente, cuando la niña creció, también ella comenzó a golpear a su madre. Las dos entraron en grupos de apoyo y terminaron pidiéndose perdón. La chica se casó, su madre es abuela y es una persona activa en organizaciones humanitarias y liberada de esa culpa que arrastró durante años.

P. SEVOTA tuvo un papel activo en la primera condena por genocidio dictada por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, cuando, en una decisión sin precedente en el derecho internacional, las violaciones fueron consideradas una parte del delito de genocidio.

R. Cuando la ONU instauró el tribunal Internacional, el exalcalde de mi ciudad, Taba, Jean-Paul Akayesu, fue juzgado. Las acusaciones contra él no incluían las violaciones, pero una mujer testificó y dijo que este hombre había instigado a otros a cometer crímenes sexuales. Los investigadores de la ONU comenzaron a buscar a otros testigos. Era 1997, todo estaba muy reciente, la presión social y familiar y el miedo eran enormes. Pero tres mujeres de SEVOTA, esas ruandesas que poco tiempo atrás no se atrevían a hablar de lo vivido, accedieron a testificar, Akayesu fue condenado un año después y la violación formó parte de las nueve imputaciones por genocidio.

P. ¿Cuáles son los proyectos de SEVOTA para el futuro?

R. Un instituto para la paz que abrirá sus puertas dentro de unos dos años. En él estará presente la juventud que se curó de las heridas del genocidio y también habrá un museo centrado en las mujeres que sufrieron violaciones, pero que ahora pueden hablar al mundo. Ellos son la base de la paz y de la reconciliación de mi país.

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FuenteEsta nota fue realizada por EL PAÍS. Aquí puedes leer la original.
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