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Me mataron a mi hija.

Imagínate, por un segundo, diciéndolo.

Imagina que mataron a tu hija, que te dolió tanto que sentiste que enloquecías; que quisiste convencerte de que no era cierto, que lo denunciaste, que llevaste pruebas, que nadie te hizo caso. Que culparon a tu hija de 7 de años, de 15, de 19; que dijeron que fue su culpa.

Desaparecieron a mi hijo.

Imagínate, por una eternidad, buscándolo.

Porque no hay registro de su muerte, imagínate cavando en la tierra, rastreando sus restos, dedicando tu vida a recorrer las fosas clandestinas, los desiertos, los basureros buscando el cuerpo de tu hijo, soñando que te pide que no lo abandones, que no te rindas; imagínate oliendo los huesos, con taquicardia frente a los restos que cada vez esperas que sean los de tu hijo para darle una sepultura digna y descansar, pero al mismo tiempo esperas que no sean los de tu hijo para no confirmar que lo mataron.

Imagina que vienes desde Chiapas, o de Guerrero, o de Oaxaca porque vives en uno de los municipios más pobres del país; que llegas a la Ciudad de México, que la economía está paralizada, que la policía confisca tus artesanías porque no puedes venderlas en el espacio público. Que terminas sentándote con tus dos niñas y tu bebé afuera del supermercado con un letrero que dice que cambias artesanías por despensa. O que entras al super y tienes $46  y te debates entre comprar medio kilo de tortillas, frijoles preparados y un refresco grande o leche y pan, que miras los pollos rostizados como algo inalcanzable y evades el dolor que te causa no el hecho de que no puedas comerlo tú, sino que no puedes dárselo a tus hijos.

Las últimas semanas me ha pasado con más frecuencia ver escenas demoledoras en el súper y también unas esperanzadoras cuando —siempre otras mujeres— nos acercamos a pagar la compra de esa otra que no le alcanza porque sólo lleva $46 pesos en la mano y no $50.

Hace dos días que mi sobrino de doce años tuvo un ataque de pánico. La maldita pandemia, el terror al virus, las acribillantes clases en una pantalla. Entonces corrieron su abuela y su tía a ayudarlo porque su madre no estaba pues trabaja todo el día. Porque no hay padre. Ni abuelo. Ni tíos demasiado presentes.

Somos nosotras las que peleamos, las que rastreamos, las que nombramos, las que escribimos. Las que cuidamos.

Porque somos nosotras las que llamamos en la madrugada y sabemos que la otra contestará sin importar la hora, porque preguntamos si llegaste bien a tu casa, porque fue mi hermana y ninguno de mis hermanos la que vino cargando desde Michoacán para mí un taco de carnitas, porque fue mi madre la que vino cargando desde allá una planta que “florea tan bonito que me va a alegrar los días”. Porque fue mi hermana mayor, aún con quemaduras de tercer grado y su cojera la que trabajó para que yo tuviera cuadernos nuevos para ir a la escuela primaria. Porque caminé de su mano rumbo al internado que me protegió y me permitió abrir esa puerta mágica que se llama educación. Porque mi abuela me cortó el ombligo y me dio chocolate caliente cuando me vio triste. Porque mis tres hermanas y mi madre y mi abuela me criaron, me cuidaron, me enseñaron a leer, a escribir, a peinarme, a hacerme cargo de mí, a comprender mi periodo menstrual, a cuidarme de los hombres.

Y aunque digo con vergüenza “Fuimos todas” incluyéndome injustamente porque yo no estuve en la toma de la sede de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en la Ciudad de México ni en el Estado de México ni en Puebla; hoy digo fuimos todas, porque son mujeres las que están peleando esa guerra. Porque es un todas el que nos ha cobijado a todas desde que el mundo es mundo.

Claro que hay hombres cuidadores, hay muchos y tienen todo mi respeto. Pero casi siempre (y están empezando a desaparecer las cuatro letras del casi) somos nosotras.

Fuimos todas. Porque somos nosotras. Porque siempre hemos sido nosotras. Fuimos todas. Porque somos un somos y un fuimos y un seremos todas. Fuimos todas.

ALMA DELIA MURILLO

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