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La mitología suele ser un amplio antecedente cultural sobre la violencia sexual como instrumento para demostrar poder y ejercerlo. De hecho, en una somera revisión a cualquier ciclo mitológico, la violación — el abuso de poder sexual, la dominación mediante el sexo —  suele interpretarse como la descripción encubierta de la lucha por el poder en el que rapto de la diosa por parte de un dios, simboliza el triunfo de un pueblo sobre otro.

Para cientos de tradiciones, la violencia sexual es una alegoría de la sumisión de la identidad cultural o nacional existente. Además, se trata de un punto de vista tan internalizado que pocas veces asumimos las implicaciones de sus aristas.

Porque la violación es un acto de poder y desconcierta que pocas veces se asuma desde esa perspectiva. Unos días atrás y en plena discusión sobre el acoso, los alcances de la campaña #MeToo y las críticas al movimiento realizadas por cien intelectuales francesas con Catherine Deneuve a la cabeza, una amiga me comentó que le sorprendía “la nueva sensibilidad” sobre la violencia contra la mujer y que realmente, le molestaba que una mujer pudiera considerarse “víctima” solo porque un hombre “cometió uno cuantos errores del cortejo”.

“El documento de Deneuve y el resto de las intelectuales francesas parece también ignorar de manera selectiva el peligro de convertir el acoso sexual en un debate de opiniones, antes que una percepción sobre un delito de graves consecuencias físicas y espirituales”.

La idea no solo me sorprendió, sino que me produjo un profundo malestar. Y algo de eso debió notarse en mi expresión, porque ella se apresuró a dedicarme una mirada burlona y levemente incómoda.

— Hablo que todo ocurre entre adultos  — insistió —  si un hombre te toca de manera indebida, puedes defenderte como mejor puedas.

— No lo dudo. Lo que me preocupa es que consideres inevitable que lo haga.

— No lo considero yo: es un tema de cultura. Los hombres son sexualmente agresivos, las mujeres no.

El planteamiento me resulta desconcertante, no solo porque el acoso se fundamenta en el poder, sino porque además, tiene que poco que ver con cierto determinismo genérico, que dota al hombre de una cualidad agresiva casi inevitable y a la mujer de una natural sumisión.

No obstante, la opinión de mi amiga es mucho es tan frecuente como peligrosa: se asume que la agresión sexual puede interpretarse desde la dinámica de la seducción y lo erótico. Como si el acoso fuera en realidad un matiz de las relaciones entre hombres y mujeres.

De hecho, es esa idea la que sostiene la mayoría de las críticas realizadas al movimiento #MeToo y el centro mismo de la polémica declaración de cien mujeres francesas, quienes afirmaron que la amenaza de una posible “cacería de brujas” era no solo inadmisible, sino que reducía la noción sobre lo femenino a una lamentable simplificación “Porque no se nos puede reducir únicamente a nuestro cuerpo. Nuestra libertad interior es inviolable. Y esta libertad que valoramos no está exenta de riesgos y responsabilidades” insisten las firmantes, entre las que se encuentran escritoras, activistas y psicólogas de nombres del país galo.

Resulta curioso que hace unos meses Woody Allen se quejara públicamente de lo mismo, al señalar el “ambiente de cacerías de brujas” que parecía propiciar el escándalo de acoso sexual que rodea al productor Harvey Weinstein. Allen, quien fue acusado por su hija de abuso sexual y quien hasta ahora ha logrado evitar cargos legales al respecto, parece simbolizar cierto temor tácito de un sistema que normalizó el acoso sexual y que ahora debe lidiar con las implicaciones. Por supuesto, las declaraciones del director de inmediato levantaron un enorme malestar público.

La escritora y feminista Lindy West respondió al comentario: “Sí, esto es una cacería de brujas y te estoy cazando”. Lo dijo además con toda la connotación de antigua hermandad que la palabra “bruja” suele traer aparejada, en una evidente alegoría al cuestionamiento sobre las relaciones de poder que toda la campaña contra el acoso ha hecho visible en una sociedad que no termina de asumir los limites sobre el consentimiento, el acoso y la violencia sexual. Un debate largamente aplazado que ocurre en mitad de un clima político complicado, con un depredador sexual como presidente de Estados Unidos en el poder y una creciente ola de rechazo hacia la defensa de los derechos civiles y culturales de la mujer.

La escritora y feminista Lindy West respondió al comentario: “Sí, esto es una cacería de brujas y te estoy cazando”.

De manera que es inevitable preguntarse hasta qué punto la noción sobre la violencia sexual es parte de nuestra cultura pero además, tiende a estratificarse y menospreciarse en favor de una idea más amplia y violenta sobre la identidad y el género.

La escritora Erica Jong meditó sobre el tema desde una perspectiva femenina en su novela Fear of Flying, en la que debatió sobre la revolución sexual y sus falsas promesas. Como si analizara lo que está ocurriendo en la actualidad, Jong se pregunta en voz alta si la liberación sexual la mayoría de las veces tuvo un precio muy alto en confusión y dolor. Si analizamos su premisa en el contexto del caso Weinstein y sus implicaciones, es evidente que el juego de poderes suele provocar que situaciones como las de víctimas de acoso sean simplemente ignoradas, a pesar de que lo devastadoras que puedan ser.

El documento de Deneuve y el resto de las intelectuales francesas parece también ignorar de manera selectiva el peligro de convertir el acoso sexual en un debate de opiniones, antes que una percepción sobre un delito de graves consecuencias físicas y espirituales. No queda más que recordar que para nuestra cultura, la agresión sexual continúa siendo un cuestionamiento sobre la moralidad y el comportamiento de la víctima. Una mirada a las intrincadas relaciones de poder en las que la mujer sigue siendo aplastada bajo la visión cultural y moral que sigue intentando definirla, sin lograrlo.

Información de huffingtonpost.

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