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Mi hábito de elección de futuras lecturas puede resumirse en una característica muy concreta: pequeñas obsesiones. Si echo un vistazo a mi lista de lecturas de 2018 puedo verlo muy fácilmente: señoras inglesas con problemas de herencias, pasiones y horizontes demasiado alejados de sus modestas posibilidades (Jane Austen y Charlotte Brönte), novelas de aprendizaje que no me mandaron leer en el instituto porque, al parecer, en los colegios no conocen vida más allá de Salinger (‘Nada’ de Laforet, ‘Con rabia’ de Lorena Mazzetti o ‘Fruta prohibida’ de Jeanette Winterson) o, por supuesto, locas del ático.

Algunas de estas pequeñas obsesiones duran más que otras pero, por norma general, cada vez que encuentro una nueva llega para quedarse. Existe una categoría a medio camino entre la novela de aprendizaje y la novela íntima de autoexploración de la autora a la que recurro año tras año. Aquí podrían incluirse ‘La campana de cristal’ de Sylvia Plath, ‘Paseando con hombres’ de Ann Beattieo ‘Los ojos vendados’ de Siri Hustvedt. Y esta obsesión tan mía a veces me lleva a querer leer absolutamente todo lo que pueda encontrar sobre un escritor en concreto. Así fue como hace dos o tres años me obsesioné con Siri Hustvedt y, además de leer casi todas sus novelas, leí unas cuantas entrevistas.

Esto es lo que rezaba un artículo sobre ella publicado en El País en el año 2003: “La mujer de Paul Auster presenta novela y asegura que la pintura va más lejos que las palabras”. En otro artículo, este de 2017, donde el periodista entrevistaba a la escritora por la publicación de su nuevo ensayo de corte feminista, podemos leer: “Entre las proteicas lecturas del libro, la esposa del escritor Paul Auster (etiqueta no muy de su agrado) intenta ser puente entre los que creen indiscriminadamente en la tecnología y los que están encerrados con el arte”.

El acto de dejar en tinta la relación de una escritora con los hombres a su alrededor no es algo que le suceda únicamente a Hustvedt. En el año 2016, la editorial Grácena, tuvo la poca fortuna de celebrar el centenario de Elena Garro, una de las madres del realismo mágico, y la publicación de ‘Reencuentro de personajes’ con una faja que la describía de la siguiente forma: “Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges”. Cuatro hombres, ni más mi menos.

A menudo, ni siquiera es necesario que una autora o un autor tengan relación: en 2017, la editorial Funambulista publicó la ópera prima de la autora japonesa Kaori Ekuni, ‘Luz brillante’, por la que recibió el Premio Murasaki Shikibu en 1992 y se convirtió en un éxito internacional, con una adaptación al cine en Japón y una serie de televisión en Corea del Sur. ¿Cuál fue la manera de presentarla en nuestro país? Con una faja que la describía como “la Murakami femenina”. Como alguien comentó a través de Twitter, podrían haber puesto simplemente “Murakami pero con tetas”.

Y si echamos la vista atrás descubriremos que Mary Shelley, autora de ‘Frankestein’ era “amiga de Lord Byron” o Edith Wharton, autora de ‘La edad de la inocencia’, que ganó el prestigioso Pulitzer y fue la primera mujer nombrada Doctor Honoris Causa en la Universidad de Yale, fue “discípula y amiga de Henry James”.

No es que estas relaciones carezcan de interés e incluso de morbo para cualquier aficionado a la lectura, es que el medir a todas estas autoras basándonos en sus relaciones masculinas y en la aprobación de los hombres que pululaban alrededor, parece querer recordarnos constantemente que, al final, una escritora nunca es válida por sí misma.

En ‘Cómo acabar con la escritura de las mujeres’, un ensayo magistral que desgrana todas aquellas técnicas que, de manera más o menos consciente y con mayor o menor mala fe, han servido para ignorar o menospreciar a todas aquellas mujeres que decidieron escribir, la autora Joanna Russ llama a este fenómeno ‘falsa categorización’. Es decir, categorizar incorrectamente a artistas mujeres como esposas, madres, hijas, hermanas o amantes de los artistas masculinos.

Otra de mis pequeñas obsesiones literarias me llevó a Italia. En concreto, a Elena Ferrante y su fabulosa tetralogía sobre dos amigas creciendo un barrio pobre de Nápoles durante el pasado siglo. Mi obsesión por Ferrante también traspasó su obra y fue al intentar conocer más a la autora cuando descubrí que escribía bajo seudónimo, que Elena Ferrante no existe como Elena Ferrante y que eso trae de cabeza a muchos críticos y periodistas en Italia y en otras tantas partes del mundo.

Imaginaréis cuáles fueron las primeras conjeturas de la crítica en torno al anonimato de la autora y la gran calidad de su obra: Elena Ferrante es, sin duda alguna, un hombre… porque algo tan bueno no ha podido escribirlo una mujer. Más tarde, se insinuó que Elena Ferrante no era una sola persona, sino posiblemente una colaboración entre un hombre y una mujer.

Elena Ferrante ha sido castigada por elegir el anonimato: en 2016, el periodista Claudio Gattipublicó un extenso reportaje en el que supuestamente desvelaba la verdadera identidad de la autora, basándose en diversas transacciones bancarias de su editorial italiana.

Pero Ferrante no es la única escritora en escoger un nombre ficticio: Jane Austen publicó ‘Orgullo y prejuicio’ con el nombre de “una dama”. Y, por lo general, históricamente, muchas escritoras decidieron hacerse pasar por escritores para hacerse un hueco en el mundo editorial y poder vender más libros: las hermanas Brontë fueron durante un tiempo los hermanos Bell, el verdadero nombre de George Eliot fue Mary Ann Evans, Louisa May Alcott fue A.M Barnard y, ya en este siglo, la prolífica Joanne Rowling prefirió ser sencillamente J.K.

Ser mujer y escribir no ha sido una tarea sencilla. El anonimato puede evitar determinadas críticas y ataques personales cuando te conviertes en una de las escritoras más exitosas de Italia… siempre y cuando te permitan mantenerte en el anonimato y no te obliguen a salir a la luz.

Y presentarte al mundo en masculino puede evitar determinados prejuicios por parte de editores, críticos y público, que cuando tenían en sus manos un libro firmado por una mujer inmediatamente hacía arquear cejas y adquiría el adjetivo de “sentimental”.

La negación de la autoría o el doble estándar del contenido en función de si quien firma es un hombre o una mujer son otros de los dos puntos que señala Joana Russ como formas de infravalorar la escritura femenina.

He pasado otro año leyendo a más autoras que autores. Fue una decisión que tomé conscientemente cuando me puse las gafas violeta, como si quisiera saldar una deuda con mi yo del pasado, que no había dado a todas aquellas grandes escritoras el lugar que se merecían en mi estantería.

Año tras año, tras descubrir a una nueva escritora de la que hasta entonces tenía pocos datos, me sorprendo haciéndome la misma pregunta: ¿cómo no puede ser esta mujer muchísimo más famosa? ¿Por qué no se estudia en las escuelas, los institutos y las universidades? ¿Por qué no sabía nada de ella hasta ahora?

Además de la negación de la autoría, la falsa categorización o el doble estándar de contenido, Russ establece muchas más pautas en su ensayo: la mala fe (aunque sea inconsciente), las prohibiciones (como haber negado el acceso a la educación a las mujeres o haber impedido que fuesen independientes económicamente para comprar sus propio papel), el aislamiento (decir que tal autora solo tiene una buena novela) o presentar a una gran escritora como una anomalía, es decir, que esa mujer es demasiado atípica y que lo que ha hecho se sale fuera de lo normal.

Quizás es el momento de saldar nuestras deudas con las escritoras, con la mal llamada literatura femenina y no universal, y no solamente por poner en valor a todas las mujeres que escribieron, sino por dar sentido a aquellas que escriben y abrir camino a aquellas que escribirán. Poner a más autoras en nuestra estantería y en nuestras recomendaciones, valorar de igual modo sus temáticas… porque la misma importancia tiene escribir sobre lo doméstico que sobre borracheras en los bares o dejar de hablar de hombres que escriben cuando estamos hablando de mujeres que escriben, de amantes y de maridos. Quizás así empecemos a saldar la deuda y permitamos que todas estas mujeres tengan la universalidad que bien se merecen.

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