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Ilustración: Kathia Recio

Marzo ha llegado y, mientras que gran parte de la Ciudad de México comienza a pintarse de morado por las jacarandas, todo el país se pinta de morado por los miles de mujeres que saldremos a marchar por nuestros derechos. El 8M es un día en el que las mujeres alzamos la voz y tomamos las calles para protestar contra las injusticias que vivimos día a día. Salarios más bajos, despidos injustificados por embarazo, lugares donde se nos sigue criminalizando por abortar y, por si fuera poco, el número creciente de feminicidios. Este es el pan de cada día para las mujeres de este país. Sin embargo, todas estas injusticias se agravan en contra de algunas en específico: mujeres con discapacidad, mujeres indígenas, mujeres afromexicanas y mujeres pertenecientes a la comunidad LGBTQ+, por mencionar solo a algunas. La discriminación y la opresión que vivimos las mujeres no es igual para todas. Factores como el color de piel, los recursos económicos o la diversidad funcional ocasionan que algunas mujeres enfrenten mayores obstáculos al momento de ejercer sus derechos.

En este artículo me enfocaré en un grupo de mujeres que viven una situación especialmente vulnerable: aquellas que viven con una u otra discapacidad. En particular, quisiera prestar atención a la violencia sexual que viven estas las mujeres, así como en las formas en las que nuestro sistema de justicia las ha olvidado.

De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en 2020 vivían en  6.2 millones de personas con una u otra discapacidad, de las cuales 53 % —unos 3.2 millones— son mujeres. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH, 2021), mientras que 66.7 % de las mujeres mayores de quince años que no viven con discapacidades han sufrido, la cifra equivalente para aquellas que sí viven con discapacidades es de 72.6 %, una diferencia de seis puntos porcentuales.  Al revisar el tipo específico de violencia que aqueja a las mujeres con discapacidades, descubrimos que 58.2 % había sufrido violencia psicológica; 44.6 %, violencia física;  48.7 %, violencia sexual; y 34.9 %, violencia económica o patrimonial. Estos datos son alarmantes, pues demuestran que la violencia es común en la vida de las niñas y mujeres con discapacidad.

Resulta especialmente grave que casi la mitad de las mujeres que viven con discapacidad en México haya experimentado violencia sexual. De acuerdo con el Fondo de Población de las Naciones Unidas, las niñas y los niños con discapacidad tienen casi cuatro veces más probabilidades de ser víctimas de violencia en comparación con las que no y casi tres veces mayor probabilidad de sufrir algún tipo de violencia sexual. El riesgo aumenta en el caso de las niñas con discapacidad, quienes constantemente se encuentran en riesgo de sufrir víctimas de violencia sexual en todos los ámbitos: familiar, comunitario o institucional. Dentro de esta última categoría cabe resaltar la prevalencia de la violencia obstétrica: en 2015 las organizaciones no-gubernamentales Disability Rights International y Colectivo Chuhcan publicaron un informe que concluyó que 43 % de las mujeres que viven con discapacidades que participaron en el estudio había sufrido algún tipo de abuso al visitar a un ginecólogo; de estas, la mitad expresó haber sufrido abuso sexual.

Todas estas cifras son preocupantes, pero es casi una certeza que se quedan cortas: muchos de estos casos de violencia sexual no son denunciados ni visibilizados. Más grave todavía es que diversas figuras de autoridad, en lugar de investigar y sancionar los actos de violencia sexual contra de niñas y mujeres con discapacidad, han optado por implementar medidas que afectan los derechos humanos de estas personas. El informe citado menciona que en algunos casos los y las tutoras de estas niñas y mujeres vulnerables, así como el personal médico que las atiende, han optado por la esterilización y anticoncepción forzada como una medida para proteger a estas personas; todo para que no puedan quedar embarazadas en caso de que sean víctimas de una violación. Estas medidas resultan reveladoras: en lugar de prevenir la violencia sexual, atentan en contra de los derechos sexuales y reproductivos de niñas y mujeres en situación de vulnerabilidad.

Tal discriminación existe también en el Poder Judicial. Cuando estos casos son llevados ante la justicia, los diversos actores del sistema con frecuencia revictimizan y vuelven a vulnerar los derechos humanos de las niñas y mujeres que viven con discapacidades. La organización no-gubernamental Equis Justicia para las Mujeres, por ejemplo, documentó y acompañó el caso de Leti, una mujer indígena con discapacidad intelectual de Yucatán, quien a los 19 años fue víctima de una violación, resultó embarazada y fue amenazada por su agresor para que no dijera nada sobre lo sucedido. En 2014 Leti comenzó un proceso penal en contra de su agresor, pero, el juez encargado del caso no hizo otra cosa que vulnerar de nuevo los derechos humanos de Leti. El juez consideró que, debido a la discapacidad de Leti, ella carecía de autonomía y voluntad, “lo cual permitió que se consumara la violación de la que fue víctima”. Además, el juez expresó que la discapacidad de Leti le impedía “tomar decisiones, en razón de que no sabe distinguir entre lo bueno y lo malo, lo correcto o lo opuesto, por lo que carece de capacidad para decidir sobre su sexualidad”. Lo anterior es una muestra de un sistema de justicia basado en prácticas estigmatizantes y discriminatorias en contra de las personas con discapacidad y, en especial, contra las mujeres con discapacidad.

El caso de Leti demuestra que muchos actores de nuestro sistema judicial no saben juzgar con perspectiva de género, mucho menos con perspectiva de discapacidad. Desafortunadamente, este no es un caso aislado: los distintos poderes judiciales han llevado a cabo pocos o nulos esfuerzos para capacitar y sensibilizar a su personal sobre cómo juzgar con perspectiva de derechos humanos en un caso que involucre a una persona con discapacidad. Equis Justicia para las Mujeres documentó que, entre 2008 y 2017, el gasto a nivel nacional en capacitación judicial ascendió a más de 600 millones de pesos. Sin embargo, sólo el 0.13 % fue utilizado para la capacitación sobre derechos humanos de las personas con discapacidad. En este periodo de diez años, entidades como Aguascalientes, Chiapas, Chihuahua, Guerrero, Jalisco, Puebla, San Luis Potosí, Tabasco y Zacatecas no destinaron ni un peso de su presupuesto para capacitar a sus poderes judiciales en materia de discapacidad.

El resultado es que, si una persona tapatía con discapacidad acudió a la justicia entre 2008 y 2017, es muy probable que se haya encontrado con personas juzgadoras mal equipadas para resolver su caso desde una perspectiva de derechos humanos. Si agregamos a la ecuación la variable del género, la situación es aún más preocupante: entre 2008 y 2017 sólo dos tribunales superiores de justicia capacitaron a su personal sobre temas de género, derechos de las personas con discapacidad y acceso a la justicia.

Esta  evidencia refleja un hecho preocupante: los poderes judiciales de México por lo general no están preparados para proteger los derechos de las personas con discapacidad, menos aún de las mujeres y niñas que viven con discapacidad. Al contrario: pareciera que la regla es que estos casos son juzgados de forma discriminatoria y estigmatizante, además de sexista. El resultado es que, cuando una mujer con discapacidad busca justicia, el sistema le da la espalda.

Así, es urgente que el sistema de justicia considere con seriedad su labor en defensa de las personas —y en especial de las mujeres y niñas— con discapacidad. Resulta fundamental que las personas con discapacidad sean consultadas antes de llevar a cabo acciones de política pública o cambios legales que puedan afectarles de forma directa o indirecta; que las autoridades escuchen sus deseos y necesidades. En el marco de este 8M,  es pertinente que las mujeres nos pongamos los lentes de la interseccionalidad y analicemos los distintos tipos de opresiones que diferentes mujeres vivimos. Es claro que una mujer blanca y sin discapacidades con recursos económicos no vivirá la misma opresión que una mujer racializada que vive con discapacidad. Hagámonos cargo de nuestros privilegios desde el feminismo y recordemos la valiosa frase de la lucha por los derechos de las personas con discapacidad: “Nada sobre nosotras sin nosotras”.

Diana García
Licenciada en Derecho por el Centro de Investigación y Docencia Económicas, CIDE.

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FuenteEsta nota fue realizada por NEXOS. Aquí puedes leer la original.
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