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En una bulliciosa plaza pública de Ciudad de México durante un día de verano, mientras los colibríes se daban un festín de madreselva y los vendedores de velas pregonaban remedios para corazones rotos y mentes ansiosas, la compositora Gabriela Ortiz se paró a la sombra de la iglesia de San Juan Bautista y cerró los ojos.

A su alrededor, en la Plaza Hidalgo del barrio de Coyoacán, había cacofonía. En una esquina, un hombre con boina tocaba un organillo. En otra, dos jóvenes interpretaban una canción de son huasteco, con sus voces de falsete que se elevaban por encima de las charlas de la hora de la comida. Cerca de un banco del parque, una mujer con una larga melena de lino y una máquina de karaoke cantaba “Yesterday Once More” de los Carpenters: Every sha-la-la-la.

Ortiz, quien creció en Ciudad de México tocando Haydn al piano y música folclórica latinoamericana con el charango, un instrumento parecido a la mandolina, abrió los ojos y sonrió. Después de darle unos pesos al organillero, se dirigió a una calle adoquinada en busca de un capuchino.

“No hay un lugar tranquilo en Ciudad de México”, dijo. “Todo el mundo tiene algo que decir. Y la música es la forma de decirlo”.

Ortiz, de 59 años, quien será compositora residente del Carnegie Hall esta temporada, ha pasado su vida canalizando los sonidos y sensibilidades de América Latina en la música clásica. Durante la mayor parte de los últimos 40 años, ha sido una búsqueda solitaria. Los profesores le decían que sus obras eran demasiado exóticas. Sus sonoridades desbordantes irritaban a los críticos. Las orquestas más importantes la ignoraban a la hora de hacerle encargos.

Pero ahora, tras una serie de grandes éxitos, Ortiz está triunfando.

A conductor with wild curly hair holds up the arm of the composer, Gabriela Ortiz. Musicians are standing behind them with their instruments. Some players wear masks.
Ortiz, en el centro, con el director estrella Gustavo Dudamel en el Alice Tully Hall de Nueva York tras el estreno mundial de su obra Clara en 2022. Dudamel ha estrenado siete obras de Ortiz.Credit…Caitlin Ochs para The New York Times

Su música está siendo interpretada por importantes orquestas de Berlín, Londres, Los Ángeles y Nueva York. Ha ganado un montón de premios y se ha asegurado la representación de una prestigiosa editorial. Ha producido obras de sorprendente variedad, como un ballet sobre la violencia contra las mujeres en México; una pieza coral inspirada en la historia de un líder revolucionario africano; una obra en honor del compositor Robert Schumann y su esposa, Clara Schumann; y una oda al “mundo sonoro” de los arrecifes de coral.

A medida que ha ido ganando fama, Ortiz se ha erigido en una voz destacada a favor del cambio en la música clásica, argumentando que este campo se ha centrado durante demasiado tiempo en los maestros europeos.

“¿Por qué siempre es Europa la que dicta el futuro de la música?”, dijo. “Tenemos compositores increíbles en Brasil, Argentina, Perú, Colombia, Venezuela, Costa Rica y México. Pero nadie lo sabe”.

Ella ha encontrado un socio entusiasta en Gustavo Dudamel, la superestrella venezolana de la dirección de orquesta, quien ayudó a reavivar su carrera cuando dirigió el estreno de Téenek – Invenciones de Territorio en 2017 con la Filarmónica de Los Ángeles.

Dudamel, que ha estrenado siete obras de Ortiz, la calificó de “genio natural”, comparándola con gigantes como los compositores mexicanos Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Dudamel ha llevado su música a salas de concierto de todo el mundo, y recientemente grabó su partitura para ballet, “Revolución Diamantina”, llamada así por la purpurina que en 2019 lasmanifestantes que denunciaban la violencia contra las mujeres le lanzaban a la policía en México.

Un hito se produjo el año pasado en Alemania, cuando Dudamel interpretó Téenek con la Filarmónica de Berlín. Era la primera vez que el conjunto tocaba una obra de una mujer latinoamericana en sus 141 años de historia; Dudamel comparó el ambiente con un concierto de rock.

“La gente gritaba”, dijo. “Gabriela tiene el poder de crear estos colores, estos mundos, estas emociones”.

Ahora, Ortiz entra en un capítulo crucial de su carrera. En el Carnegie presentará una serie de obras nuevas, entre ellas un concierto para la violonchelista Alisa Weilerstein, una pieza coral para el conjunto vocal Roomful of Teeth y una obra de cámara para el Cuarteto Attacca.

Ortiz, quien hace solo unos años imprimía y enviaba partituras a sus clientes, olvidándose a veces de los pedidos, dijo que aún se estaba acostumbrando al aumento de la demanda de su música. Pero afirmó que estaba preparada para este momento.

“Ya no escribo música porque tenga que hacerlo”, dijo. “Escribo porque quiero”.

An old black and white photo of a young girl seated in a modern-looking chair in a living-room-type space. Dressed in white jeans, she is playing a guitar that looks oversize because she is small.
La joven Gabriela estudió Bach y Schumann al piano, pero también tocaba el bombo, el charango y la guitarra. Credit…vía Gabriela Ortiz

NACIDA EN EL SENO de una familia cosmopolita de clase media de Ciudad de México, Ortiz creció leyendo cuentos y bailando flamenco. Su padre era arquitecto y su madre, psicoanalista. Pero sus padres tenían otra faceta: eran músicos consagrados que tocaban en Los Folkloristas, un grupo folclórico mexicano muy popular en los años sesenta y setenta.

En su casa, Beethoven y Mozart se mezclaban con el mariachi. Ortiz estudiaba Bach y Schumann al piano, pero también tocaba el bombo, el charango y la guitarra.

Desde muy joven, tuvo claras sus ambiciones musicales. En sexto curso, cuando un profesor pidió a los alumnos que compusieran un tema juntos, Ortiz tomó las riendas, asignando a sus compañeros instrumentos como el xilófono y las maracas y diciéndoles lo que tenían que tocar.

“Descubrí que solo tocando y experimentando”, dijo, “podíamos crear una canción”.

Cuando la popularidad de Los Folkloristas se disparó, Ortiz se unió a sus padres en giras por México y Europa. Por su casa pasó un desfile de famosos artistas latinoamericanos, entre ellos el cantante chileno Víctor Jara, un activista que más tarde fue asesinado por hombres bajo el mando del general Augusto Pinochet. Jara, quien fue asesinado cuando Ortiz tenía 8 años, se convirtió en un modelo a seguir para Ortiz. Su foto cuelga en su estudio, y ella aún conserva una funda de guitarra que él le regaló.

De adolescente, Ortiz se convirtió en una pianista devota, que pasaba noches y fines de semana practicando. Su padre, aspirante a compositor, la animó a estudiar. Se enamoró de los ritmos frenéticos de La consagración de la primavera de Stravinsky y del swing campechano de las piezas para piano Mikrokosmos de Bartok. Estaba tan concentrada que un novio la llamó “piano parlante” y su madre le suplicó que eligiera otra carrera.

Pero Ortiz perseveró y, con la ayuda del célebre compositor mexicano Arturo Márquez, quien la había oído tocar una de sus piezas en una fiesta cuando tenía 17 años, se fue a París a estudiar música. Al cabo de un año regresó a su país para donarle un riñón a su madre, que había enfermado. Se quedó en Ciudad de México, donde se matriculó en la Universidad Nacional Autónoma de México y estudió con Mario Lavista, uno de los compositores más destacados del país.

Lavista, quien se convirtió en su mentor, animó a Ortiz a profundizar en el estudio de los clásicos. (“Tienes que conocer las tradiciones”, le dijo, “si quieres romper las tradiciones”). Pero cuando Ortiz empezó a componer, se topó con un obstáculo: la escuela carecía de una orquesta de tamaño completo. Frustrada por no poder escuchar su primera pieza orquestal, “Patios”, se presentó en las oficinas de la Orquesta Filarmónica de Ciudad de México. Con la partitura en la mano, le dijo al director musical que necesitaba escucharla para aprender. Y funcionó: unos meses después, el conjunto interpretó “Patios”.

A black and white photo from the 1960s or ’70s of a man with mustache playing an acoustic guitar in front of a microphone. Behind him are letters on a sign.
El padre de Ortiz, Rubén Ortiz Fernández. Era arquitecto y miembro de Los Folkloristas, un grupo de folk popular en los años sesenta y setenta. (La madre de Ortiz, psicoanalista, también formaba parte del grupo). Credit…vía Gabriela Ortiz

En 1990, Ortiz, que entonces tenía 25 años, volvió a estudiar electroacústica en Londres. Allí, sus compañeros estaban familiarizados con el posmodernismo y el serialismo, pero no tanto con la música latinoamericana. No eran solo sus compañeros. En la biblioteca, Ortiz consultó un libro de referencia sobre música desde 1945. Solo encontró una entrada sobre América Latina: una definición de conga.

Y cuando un profesor la animó a despojar su música de un pulso rítmico, ella se mostró inflexible.

“Pedirme que no use el ritmo”, le dijo a su profesor, “es como pedirme que me corte un brazo”.

EN 2001, ORTIZ RECIBIÓ una codiciada invitación: la Filarmónica de Los Ángeles quería que escribiera un concierto para percusión.

Ortiz nunca había trabajado con una orquesta de tanto renombre; la colaboración podía ser decisiva. Pero llegó en un momento turbulento de su vida. Se estaba divorciando y cuidaba de su hija Elena, que en ese entonces tenía cuatro años.

“Mi vida se desmoronaba”, recuerda, “y entonces recibí este encargo”.

Tras reunirse con los responsables de la Filarmónica en Los Ángeles, Ortiz estaba ansiosa y deprimida. Su hermano, Rubén Ortiz-Torres, artista plástico en California, la buscó al salir de la reunión. Y detuvo su camioneta en la autopista para darle una charla de ánimo.

“Todo el mundo tiene un divorcio, una ruptura o una decepción”, le dijo. “Pero no todo el mundo tiene un encargo de la Filarmónica de Los Ángeles”.

Con el aliento de su hermano, Ortiz terminó la obra, Altar de Piedra, que la orquesta estrenó bajo la batuta de Esa-Pekka Salonen en 2003. Estaba satisfecha de haber perseverado, pero sentía que el concierto tenía problemas: era demasiado complejo, con tres solistas y una gran variedad de instrumentos, entre ellos una caja peruana, gongs de ópera chinos, glockenspiel, bongos, congas, slap stick y cencerros afinados. (“Era mi momento”, recuerda, “y quería probarlo todo”).

La obra recibió críticas dispares. Una crítica de Los Angeles Times quedó grabada en su cerebro: “Simplemente hay demasiado color, con todos los golpes de los solistas, de modo que a menudo se mezcla en una especie de gris sónico”.

Durante la década siguiente, Ortiz produjo obras ambiciosas. Únicamente la Verdad, una ópera multimedia sobre narcotraficantes con libreto de su hermano, se estrenó en la Universidad de Indiana en 2008. Altar de Fuego, una obra orquestal sobre la revolución mexicana, se estrenó en Ciudad de México en 2010.

Pero sintió que había perdido su oportunidad en Los Ángeles.

“Tienes una oportunidad con una gran orquesta”, dijo. “Una oportunidad”.

En 2016 ―más de una década después de su primera colaboración― la Filarmónica de Los Ángeles volvió a contactarla. Dudamel, director musical y artístico de la orquesta, estaba buscando formas de elevar a los compositores de América Latina. La institución le encargó una pieza a Ortiz como parte de un festival que celebraba la música mexicana.

“Me dije: ‘Esta es mi segunda oportunidad’”, dijo. “Esta vez no puedo fallar’”.

Inspirándose en el pueblo huasteco de México y en la idea de trascender fronteras, Ortiz produjo Téenek. La obra fue un éxito entre músicos, críticos y público. Pronto recibió invitaciones de otros conjuntos de renombre como la Filarmónica de Nueva York, la Sinfónica de San Francisco y la Sinfónica de Cincinnati.

“Fue el comienzo de una nueva vida”, dijo.

Dudamel se convirtió en un defensor de la música de Ortiz y en su amigo. La ayudó a conseguir un editor, la empresa británica Boosey & Hawkes. Cuando visitó Ciudad de México en una gira con la Filarmónica de Viena en 2018, fue a bailar con Ortiz y Márquez, el compositor, al Salón Los Ángeles, una de las salas más antiguas de la ciudad. (Ortiz, bailarina empedernida, sigue siendo una habitual de los clubes).

“Muestra el alma latina en su música”, dijo Dudamel. “Sus ritmos te regresan inmediatamente al lugar donde naciste”.

Cuando Dudamel y Ortiz fueron a Berlín el año pasado, Ortiz estaba nerviosa. La última vez que había estado en Alemania para un gran estreno, en el Curso de Verano de Darmstadt en 1994, se había enfrentado a preguntas sobre su herencia mexicana y su uso del ritmo.

Pero los músicos de la Filarmónica de Berlín sonrieron mientras tocaban Téenek, y aplaudieron cuando subió al escenario para saludar.

“Mi música hablaba por sí sola”, dijo. “Para mí era como una luz: una señal de que las cosas se estaban moviendo y cambiando”.

Another portrait of Gabriela Ortiz, this time in color. She is framed by an arch at her home. She holds a hand up to her cheek and we see her ring, a spiral of silver and black, and her bracelets.
Dudamel dijo de Ortiz: “Muestra el alma latina en su música. Sus ritmos te regresan inmediatamente al lugar donde naciste”. Credit…Jackie Russo para The New York Times

DURANTE LA PANDEMIA, ORTIZ sufrió tres pérdidas. La primera fue su padre, Rubén Ortiz Fernández, quien, un día, después de desayunar, “simplemente cerró los ojos y se fue a la deriva”, dijo. La segunda fue Lavista, su mentor. La tercera fue Carmen-Helena Téllez, directora de orquesta nacida en Venezuela, de quien fue íntima amiga y colaboradora.

Ortiz sintió que necesitaba escribir “una pieza diferente: algo profundo, algo emotivo”.

El resultado fue Tzam, que Ortiz llevó al campus de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde imparte clases, el pasado mes de julio. La obra comienza y termina con una fanfarria, subrayando que “todo es un ciclo: de la vida nace la muerte y de la muerte nace la vida”, dijo.

Durante los ensayos de Tzam con la Sinfónica de Minería, una de las principales orquestas del país, Ortiz hizo comentarios desde el auditorio. Dijo que los percusionistas debían tocar con más delicadeza en un pasaje y que los violinistas debían pensar en “el mar, como si estas notas fueran olas”.

Durante un descanso, los músicos rodearon a Ortiz. “¿Qué tal, maestra?”, le preguntaron. “¿Cómo hemos sonado?”. Ella les dijo que estaba segura de que la actuación saldría “superbién”.

En México, Ortiz se ha convertido en una celebridad cultural. Pero también se ha enfrentado a críticas: algunos compositores dicen que su música es demasiado llamativa o que le falta el respeto a las culturas indígenas.

 

El director de orquesta Carlos Miguel Prieto, quien dirige la Sinfónica de Minería y ha trabajado con Ortiz durante casi tres décadas, dijo que ella ha abordado con humor una industria artística “profundamente combativa”.

“No hay amargura en ella ni en su música”, dijo. “Solo hay optimismo y determinación”.

UN DÍA DE VERANO, Ortiz estaba encerrada en el estudio de su casa, uno de los pocos lugares tranquilos que conoce en la ciudad. Sentada a su piano Kawai, hojeaba bocetos recientes, entre ellos el de su concierto para violonchelo, inspirado en parte en un sueño recurrente sobre la búsqueda de un océano en Ciudad de México.

Una caprichosa estatua del maestro del mambo Pérez Prado, uno de sus ídolos, la miraba desde una estantería. Su marido, el flautista y compositor Alejandro Escuer, y su trío de gatos ―Saturno, Greco y Suki― estaban abajo.

Últimamente, Ortiz ha estado pensando en el tiempo y la mortalidad. En 2019, cuando estaba escribiendo Yanga, sobre un africano esclavizado que lideró una rebelión en México, le diagnosticaron cáncer de colon. Incrédula, se dijo a sí misma: “Tengo todos estos conciertos por delante. No es mi momento”.

Se sometió a quimioterapia, y su cáncer ahora está en remisión. Pero la experiencia ha dado más urgencia a su vida y a su música. Tiene visiones de más óperas, conciertos y obras políticas.

“Quiero decir muchas más cosas, contar muchas más historias”, dijo. “Necesito tiempo y salud. La música forma parte de mí, y es más grande que yo. Es lo que me mantiene viva”.

Javier C. Hernández escribe sobre música clásica, ópera y danza en la ciudad de Nueva York y otros lugares.

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FuenteEsta nota fue realizada por NY TIMES. Aquí puedes leer la original.
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