Anuncios
Construido con las mejores herramientas del periodismo de investigación, el testimonio personal y el manifiesto feminista, Rabia somos todas es un libro indispensable que da voz a las causas, expresiones y posibilidades de la ira femenina.

Desde niñas aprendemosque debemos contener la ira y no dejarla salir, aunque lastre nuestro cuerpo y nuestra mente de maneras insospechadas. Y sin embargo, tenemos una multitud de razones legítimas para sentirnos enojadas: desde los actos de misoginia más crudos y violentos, hasta el sutil goteo del sexismo cotidiano que fortalece las normas de género más insidiosas de nuestras sociedades.

En Rabia somos todas, Soraya Chemaly sostiene que nuestro enojo no sólo está justificado, sino que es parte fundamental de la solución: cuando somos conscientes de él, se convierte en un instrumento vital, un radar para señalar la injusticia y un catalizador para el cambio.

Construido con las mejores herramientas del periodismo de investigación, el testimonio personal y el manifiesto feminista, Rabia somos todas es un libro indispensable que da voz a las causas, expresiones y posibilidades de la ira femenina.

Fragmento del libro Rabia somos todas:copyright: 2019, Soraya Chemaly. Cortesía otorgada bajo el permiso de Océano.

***

1. Chicas locas

[Mi madre] me legó el respeto por las posibilidades y la voluntad de ir tras ellas. Alice Walker

Cada mañana, en preescolar, mi hija construía un alto y elaborado castillo de bloques, listones y papel, todo para que el mismo compañerito de siempre lo destrozara con singular alegría. Luego de varias semanas, la mamá o el papá del niño, ambos invariablemente complacidos, se expresaban al respecto con las mismas frases trilladas que hacían enfurecer a mi hija: “¡Es que está pasando por esa etapa!”, “¡Vaya muchacho! ¡Le encanta destrozar todo!”, y, mi favorita, “¡Es que no puede evitarlo!”. A medida que transcurría el tiempo, mi hija sólo se enfadaba y se frustraba más.

Sin embargo, mi hija no le gritó, no lo pateó, no le pegó ni hizo un berrinche. Primero, le pidió amablemente que por favor dejara de hacerlo. Luego le bloqueó el paso para impedir que lo tirara, pero con gentileza. Construyó un castillo con mejores cimientos, de modo que fuera más difícil de derrumbar. Se condujo tal y como esperaríamos que se condujera alguien que sigue las reglas de una persona educada. No funcionó.

Durante semanas, los padres no intervinieron, aunque presenciaran cómo su hijo destruía una y otra vez el castillo de mi hija; sólo hacían un comentario al final. Como muchos padres, seguí la regla tácita de no disciplinar a hijos ajenos. Mientras tanto, imaginaba a los padres de ese niño pensando, porque solían hacerlo en voz alta, “¿Qué niño fuerte no tiraría ese castillo?”.

Era tan tentador. Mi hija construía una torre reluciente en un espacio público. Él era un niño incapaz de controlarse y, siendo varón, tenía inclinaciones violentas. Además, en última instancia, ¿no era ella la responsable de mantener a salvo su construcción? Como no armaba un escándalo cada vez que el niño la derrumbaba, parecía que a ella no le importaba mucho. De hecho, actuaba de la manera como lo que según varios estudios hacen las niñas de su edad: las niñas en edad escolar que se enojan tratan de hallar la forma de proteger sus intereses en silencio y jamás se desahogan.

En paralelo, ¿qué ejemplo le daba yo a mi hija furiosa? Depende del ángulo desde el que se mire. Mucha gente diría que le sirvió para aprender a ser paciente y amable, educada y comprensiva. Mirándolo en retrospectiva, pienso que le di un ejemplo terrible. Mis intentos de enseñarle cómo evitar el daño, vivir en franca cooperación con los otros y ser una buena ciudadana resultaron perjudiciales en tanto tenían la carga de los roles de género. Intenté ayudarla a cumplir su objetivo, tener un castillo intacto, pero no le di a su enojo el lugar que ameritaba; es decir, la validación y el apoyo que merecía. No lo hice yo ni ninguno de los adultos presentes. Ella tenía todo el derecho a estar enojada, pero no la alenté para que lo expresara en público, se sobresaltara o expresara con claridad sus exigencias.

Para salvaguardar la relación escolar, tuve una conversación cordial con los padres del niño. Comprendían la frustración de mi hija, pero sólo en la medida en la que deseaban de todo corazón que encontrara la forma de lidiar con ella. No parecían darse cuenta de que estaba enojada, ni tampoco comprendían que su ira era un reclamo a su hijo en relación directa con su propia inacción parental. Les satisfacía contar con la cooperación de mi hija para entender aquello por lo que estaba pasando su hijo, aunque no se sentían obligados a exigirle a él lo mismo de vuelta. Incluso en este entorno infantil, relativamente inocente, al chiquillo le enseñaban una concepción equivocada de la palabra “no”. Arrasaba con todo a su paso, sin noción de las consecuencias que eso tenía para la gente a su alrededor. Por descartado, sus emociones tenían prioridad y no sólo le permitían tener el control de su entorno, sino que lo motivaban a hacerlo.

Escenarios como éste se presentan una y otra vez a lo largo de la infancia. En mi experiencia, es difícil para muchos adultos aceptar que los niños pueden y deben aprender a controlarse y asumir los mismos estándares de conducta que se esperan de las niñas. Es aún más difícil aceptar que las niñas son capaces de sentir enojo y que tienen derecho a no prestarse a ser una herramienta de desarrollo para los varones. En 2014, investigadores de varias universidades llevaron a cabo un estudio a gran escala en cuatro países sobre la preparación y el género a nivel preescolar.1 Entre los niños estadunidenses se observó la brecha más amplia en lo relativo al autocontrol. La investigación reveló que las expectativas tanto de padres como de docentes en términos de género delineaban cómo se conducían los niños y cómo se les evaluaba, y, en última instancia, determinaban si eran o no capaces de controlarse a sí mismos. Según otro estudio, las diferencias sexuales en cuanto al autocontrol caen en el rubro de lo que conocemos como epigenética, ya que reflejan la interacción de predisposiciones genéticas en combinación con las expectativas sociales y culturales.

Si mi hija se hubiera sobresaltado y manifestado abiertamente su rabia, es muy probable que la discusión se hubiera centrado en su conducta y no en la del niño. La habrían puesto equívocamente al nivel o hasta por encima de la falta de control y empatía del niño, en vez de considerarla una respuesta justificable frente a la mala conducta de aquél.

En 1976, en uno de los primeros intentos para entender cómo influyen los sesgos parentales en la conducta de niños y niñas, los investigadores ocultaron deliberadamente el género de los bebés y les pidieron a los adultos que describieran lo que veían al observarlos. Los adultos “vieron” distintos estados emocionales, dependiendo de si les parecía que observaban a una niña o a un niño.2 A un niño quisquilloso, por ejemplo, lo consideraban irritable y enojado, mientras que a una niña quisquillosa más bien la percibían como miedosa o triste.3 Los adultos incluso atribuían emociones de género a simples dibujos lineales. Una serie de experimentos realizada en 1986 reveló que, cuando los adultos creían que analizaban un dibujo hecho por un varón, describían la imagen como más furiosa o más violenta y hostil.

El hallazgo de que las personas adultas tienen prejuicios de género relacionados con las emociones sigue vigente décadas después. Harriet Tenenbaum, psicóloga del desarrollo de la Universidad de Surrey, en Inglaterra, ha estudiado cómo los padres y las madres les hablan a niños y niñas. “La mayoría de los padres y las madres reconoce que les gustaría que los niños fueran más expresivos”, explica, “pero no se dan cuenta de que les hablan de forma distinta que a las niñas.”5 Hablan más sobre emociones con sus hijas, valiéndose de un espectro más amplio de palabras.6 ¿Cuál es la única excepción a lo que los investigadores llaman la “conversación sobre emociones”? La rabia y las emociones negativas. Los padres hablan con los niños sobre cómo enfurecerse, pero no hacen lo mismo con sus hijas.7 Las madres en particular tienden a emplear palabras asociadas a la ira cuando hablan con sus hijos o les narran cuentos.

Las suposiciones sobre la emocionalidad y el género se extienden hasta la edad adulta.

En 2011 la doctora Kerri Johnson, profesora asistente de los departamentos de comunicación y psicología de la Universidad de California en Los Ángeles, puso al alcance del público los hallazgos de un estudio innovador sobre percepciones de género y emoción.9 “Está bien visto —se espera, de hecho— que los hombres expresen su ira”, declaró. “Sin embargo, cuando las mujeres experimentan emociones negativas, lo que se espera de ellas es que las canalicen a través de la tristeza.”

Los sesgos de género nos permiten detectar la alegría y el miedo con más facilidad en el rostro de las mujeres. Según las investigaciones, las expresiones neutrales en las mujeres10 aparecen descritas como “sumisas”, “inocentes”, “temerosas” o “felices”, mientras que el rostro neutral en los hombres se asocia con el enojo. En un estudio, los participantes calificaron el rostro de las mujeres como “cooperativo” y “pueril”.11 Varios experimentos revelan que la cara de una mujer furiosa es la que a la gente le resulta más difícil de analizar,12 mientras que a un rostro andrógino con expresión de ira lo catalogan como masculino casi por descartado.13

Una mujer “triste” y un hombre “enojado” pueden estar experimentado emociones negativas similares, pero estos adjetivos y los estereotipos que evocan tienen implicaciones radicalmente distintas. La diferencia no es trivial.

Los especialistas en psicología Matthijs Baas, Carsten De Dreu y Bernard Nijstad han demostrado que no sólo la ira, a diferencia de la tristeza, estimula un “pensamiento desestructurado” durante la ejecución de tareas creativas, sino que quienes manifiestan abiertamente su enojo son mejores generadores de nuevas ideas. Más interesante aún es que uno de los estudios comprobó que las ideas de estas personas suelen ser muy originales.18

La tristeza también conlleva beneficios cognitivos, desde luego. Por ejemplo, la melancolía refleja que quien la experimenta ha reflexionado de forma metódica y concienzuda sobre aquello que la provoca; la tribulación tiende a considerar el malestar social en vez de asignar culpas individuales. Las personas nostálgicas son también las más generosas.19 Por otro lado, una de las desventajas de la tristeza es que puede derivar en reflexión paralizante, falta de expectativas e impaciencia onerosa: la gente triste tiene pocas expectativas y se conforma con menos.20

¿Qué representa, para nosotras las mujeres, separar la rabia de la feminidad? Por un lado, implica suponer que la ira femenina no surte ningún efecto como recurso personal ni colectivo. El trato que recibe la rabia femenina es un mecanismo de control muy poderoso; es el modo ideal de contrarrestar el efecto de las batallas que las mujeres hemos ganado en el camino a la igualdad.

En 2012, un metaanálisis de investigaciones en torno al género, la infancia y la regulación emocional puso sobre la palestra tres décadas de estudios sobre cómo niños y niñas manifiestan sus emociones. Los estudios analizaban a más de 21,000 participantes y se enfocaban no sólo en el modo en que niños y niñas se expresaban, sino en cómo los adultos respondían a estas expresiones y, por último, en la manera en que niños y niñas se adaptaban a las expectativas de los adultos. El análisis halló “diferencias de género significativas, pero mínimas” respecto a la forma en que niños y niñas experimentaban y expresaban sus emociones, pero diferencias muy significativas en cuanto a cómo los demás percibían y reaccionaban a dichas emociones.

En casa o en la guardería, los bebés aprenden sobre sus emociones a la luz de los prejuicios de género, lo que quiere decir que son muy escasas las instancias en las que los adultos no hacen distinción de trato entre niños y niñas. De las niñas se espera que muestren más afecto, que sean más apegadas, acomedidas y cooperativas. Cuando una niña pequeña muestra emociones positivas o es complaciente, es mucho más probable que se le premie con sonrisas, afecto y comida, mientras que a un niño pequeño se le reconoce cuando es rudo y estoico. A medida que crecen, las niñas aprenden a disimular cada vez más sus expresiones negativas o agresivas.21

Para cuando llegan a preescolar, niños y niñas asocian ya la ira con rostros masculinos y declaran que es normal que los niños se enojen, pero las niñas, no.22 A medida que se desplazan de la intimidad de sus hogares a la escuela, clubes deportivos y centros religiosos, aumenta la presión para que niñas y niños se conduzcan de forma estereotípica. La brecha que divide el modo de expresar el enojo entre niños y niñas se amplía a medida que ambos se distancian de la familia, pues se ajustan a las normas dominantes a fin de reducir fricciones.

Una vez que entran a la escuela, la mayoría de las y los menores creen que la asertividad y las conductas disruptivas (por ejemplo, gritar, interrumpir, eructar, bromear o maldecir) son indicadores lingüísticos de masculinidad, aceptables en niños pero no en niñas.23 Niños y niñas gradúan sus reacciones en función de las expectativas de los adultos, a la vez que los adultos muestran de forma sistemática su inconformidad frente a una niña furiosa que con justa razón exige lo que le corresponde. A las niñas se les advierte tres veces más que a los niños24 que deben reaccionar con dulzura, razón por la cual aprenden a priorizar las necesidades y los sentimientos de los demás sobre los propios; a menudo, esto implica que hagan caso omiso a su propia incomodidad, ira o resentimiento.

Si les preguntas a padres y madres por igual, te jurarán que les enseñan a todos sus hijos a ser respetuosos y cordiales, sin importar el género. No obstante, niños y niñas no aprenden la lección en igualdad de condiciones. En un estudio, los investigadores decepcionaron de forma deliberada a niños y niñas a través de dinámicas que supuestamente involucraban regalos. Sin importar cómo se sintieran, en general las niñas eran más proclives a sonreír, dar las gracias y aparentar felicidad, a pesar de estar desilusionadas. Varios estudios demuestran que las niñas que comienzan a manifestar problemas de conducta a esta edad exhiben también altos niveles de frustración al no poder demostrar su inconformidad o su enojo, ya sea en público o en privado, luego de una decepción.25 Estas tendencias de autosilenciamiento y problemas de conducta son bidireccionales, en tanto que una predispone a la otra y viceversa.

Las niñas aprenden a sonreír desde pequeñas, y en muchas culturas se les enseña explícitamente a “poner cara bonita”. Es una forma de tranquilizar a la gente que nos rodea, una adaptación facial congruente con la expectativa de que situemos a los demás por encima de nosotras y preservemos nuestras conexiones sociales a la vez que disimulamos nuestra decepción, frustración, rabia o miedo. Se espera que seamos más complacientes y menos asertivas o dominantes.26 A medida que las sonrisas de las niñas pierden autenticidad, se diluye también el conocimiento que tienen de sí mismas.

En el caso de las niñas negras, esperar que sonrían también está impregnado de racismo y de la exigencia histórica de que los negros tranquilicen a los blancos al demostrarles que en el fondo no están descontentos con las circunstancias de desigualdad.27 A pocas personas les preocupa pensar que, en realidad, educar a las niñas para que “sean lindas” e incluso reprenderlas so pretexto de que “se ven más bonitas cuando sonríen” es una forma de perpetuar el estatus.

Invertimos tanto tiempo enseñándoles a las niñas a que sonrían que a menudo se nos olvida enseñarles, como sí hacemos con los niños, que también merecen respeto.

La cultura influye en la forma en que nos sentimos y pensamos sobre nosotras mismas

Luego de un periodo que en psicología se conoce como latencia, las niñas entran a la pubertad y comienzan a expresar sus emociones con más apertura y muchas veces, incluyendo la ira. A medida que se vuelven más asertivas, con frecuencia toman por sorpresa a los adultos, sobre todo respecto a aquello que los incomoda. “Pero ¿qué le pasó a mi dulce niña?”, se preguntan a menudo. Las niñas, sin embargo, suelen expresar sus emociones negativas sin ser capaces de explicar por qué las experimentan.

Cada niña aprende en distinta medida a filtrarse a través de los mensajes culturales sobre la irrelevancia, la impotencia y la falta de valor de las mujeres en comparación con los hombres. A niños y niñas los bombardean con mensajes que transmiten desdén por las niñas, las mujeres y la feminidad, mientras que la transición de la mayoría de los niños hacia la adultez (incluso la de quienes están en una posición de desventaja por cuestiones de clase o etnicidad) permanece oculta tras la importancia cultural de la virilidad y la masculinidad.

Cuando las niñas consumen contenidos mediáticos o participan en actividades culturales, tales como la proyección de películas populares o competencias deportivas, muy a menudo se ven obligadas a tomar una decisión: ponerse en los zapatos de los niños u hombres, o bien evaluar lo que significa la relativa invisibilidad, el silencio y la distorsión de las niñas y mujeres que se ven como ellas. La mayoría de las mujeres y los monumentos nacionales no reconocen a las mujeres. Los libros, las películas, los juegos y el entretenimiento popular presentan protagonistas hombres y niños (blancos, por lo general)28 dos o tres veces más que protagonistas mujeres.29 A medida que niños y niñas crecen, estas métricas se consolidan como la realidad.

Cada año, los análisis mediáticos llegan a la inapelable conclusión de que los hombres (casi todos blancos, otra vez) son protagonistas de 70 a 73 por ciento de las películas norteamericanas más importantes, así como la mayoría de los roles secundarios y las posiciones creativas y ejecutivas tanto frente como detrás de las cámaras.30 El análisis de género en la industria cinematográfica a nivel mundial muestra los mismos sesgos.31 De acuerdo con un estudio con enfoque de género, raza y temática lgbtq sobre la actuación cinematográfica en 2014, ninguna mujer de más de 45 años tuvo un rol protagónico o coprotagónico. Sólo tres mujeres protagonistas o coprotagonistas provenían de una minoría étnica. Y no hubo ni una sola protagonista lesbiana o bisexual.32

Los mismos patrones se observan en otras alternativas de entretenimiento, como videojuegos o materiales educativos. Muchos adultos se preocupan por la violencia en los videojuegos, pero no consideran que la anulación y sexualización frecuente de las niñas y las mujeres sean motivo suficiente para prohibir algunos de ellos. Por ejemplo, la franquicia de ea Sports del superpopular videojuego de la fifa no incluyó ningún equipo femenil sino hasta 2015. ¿Tiene alguna importancia que quienes lo juegan rara vez o nunca vean mujeres como jugadoras, entrenadoras o incluso como parte de la audiencia?

Incluso en la escuela, los menores reciben mensajes sutiles sobre las historias que sí importan. En las clases de literatura, los libros escritos por mujeres o personas racializadas (un libro entre los muchos escritos por personas blancas) se estudian sólo de manera excepcional, y en ciertos colegios sólo se tiene acceso a ellos a través de materias optativas. Un estudio reciente dejó al descubierto que, en el ámbito mundial, los libros de texto están también plagados del sesgo de género.33 Estas decisiones pedagógicas son determinantes para la construcción de la autoestima, la empatía y la aceptación. También contribuyen a la formación del resentimiento, la confusión y la ira.

Algunos años atrás, pregunté en un salón con más de 100 estudiantes cuyas edades iban de los 14 a los 18 años si habían aprendido algo en la escuela sobre la esclavitud y el movimiento de derechos civiles. Todos dijeron que sí. Ese mismo día hablamos sobre el abuso sexual en el campus, así que les pregunté si tenían conocimiento de las violaciones a las mujeres negras durante la esclavitud, en el periodo de las leyes de Jim Crow, y el movimiento de derechos civiles. Prácticamente nadie sabía nada al respecto. “¿Cuántos de ustedes han escuchado o se han reído de algún chiste sobre violación en alguna película popular?”, les pregunté. Más de 90 por ciento. Pedí que alzaran la mano quienes supieran de la lucha de emancipación que libraron las mujeres durante varios siglos en Estados Unidos o de su indivisibilidad de las batallas por la igualdad racial y los derechos lgbtq. Quizá seis alzaron la mano. Sentí la necesidad de explicarles que Sojourner Truth no era el nombre de una banda de rock independiente.

Debido al predominio de los puntos de vista de niños y hombres, las niñas aprenden muy pronto a ponerse en los zapatos masculinos. La imaginación de una niña sería estéril si no fuera así. Los niños, sin embargo, son mucho menos propensos a hacerlo, y la sociedad, en algunos casos, los avergüenza en público cuando lo hacen. Los muchachos no piensan en las mujeres como modelos a seguir ni se ven obligados a empatizar con el sexo opuesto al consumir medios de entretenimiento. La preponderancia y visibilidad de los jóvenes blancos que existe sobre todo en Estados Unidos es una importante fuente de confianza, del capital invisible que se refleja en la autoestima.34

Sin embargo, el problema para las niñas va más allá de la anulación, el sesgo y los estereotipos. Es la degradación silenciosa e históricamente ignorada de la feminidad la que sofoca el ambiente. Frases como “llora como una niña”, “lanza como una nena” y “grita como chiquilla” son hoy día estampas de la niñez aceptables en varios círculos sociales. El lenguaje cotidiano está plagado de insultos que van de lo positivo a lo peyorativo, y reflejan la desigualdad estructural entre lo masculino y bueno, y lo femenino y malo. Todas somos putas y golfas en potencia. Da la casualidad que ciertas palabras “reapropiadas”, tales como puta o perra, están conectadas a la amenaza de violencia. “¡Feliz cumpleaños, perra!” escala en un parpadeo a “Chúpame el pito, perra”. Es cierto que el hecho de hacer de alguien tu “perra” no necesariamente implica que esa persona sea mujer, pero lo que también es cierto que, para todos, la sumisión y la impotencia son estados propios de la feminidad.

Las redes sociales son objeto de arduas críticas por su rol en el acoso e intimidación, pero es importante considerar las raíces profundamente tradicionales del abuso en internet. El bullying, al que siempre le hemos llamado sexismo, racismo y homofobia, hoy tiene a su favor el poder de las redes sociales, pero el problema de raíz no es la tecnología tanto como lo es la cultura. Sin embargo, el lado positivo es que en redes sociales la gente es mucho más libre de representarse a sí misma en formas antes inconcebibles para hallar comunidades y formar un frente común contra la denigración.

Ésta es una fuerza cultural muy importante. Gran parte de lo que las jóvenes proyectan en sus redes sociales (fotografías, Snapchats, memes, comentarios) desafía los estereotipos que muestran a las mujeres en contextos negativos o demasiado idealistas. La creación de los memes y el uso de selfies, por ejemplo, les permite confrontar, socavar y criticar con creatividad, humor y rabia35 las representaciones dañinas e inservibles de los medios de comunicación. Las jóvenes pueden enmarcar, narrar, definir y construir sus propios canales de comunicación, y las que tienen cuerpos “rebeldes” pueden refutar la vergüenza.

No obstante, a pesar de valernos de la tecnología para generar nuestras nuevas reglas, seguimos supeditadas a las normas dominantes que proliferan sin freno. La cultura de la selfie tiene sus virtudes, pero también pone el foco en la delgadez, la blancura y la belleza idealizada, lo que toda mujer “debe” ser. En cualquier formato de entretenimiento, por ejemplo, las mujeres son al menos cuatro veces más propensas de que las representen como extremadamente delgadas, físicamente disminuidas, frágiles, débiles e indefensas.36 Mientras más vulnerable se muestre una niña, más potencial tendrá para ser popular. Estudios realizados en varias partes del mundo demuestran que, a la edad de diez años, las niñas ya se asumen débiles y vulnerables, no tan valientes como los niños, y necesitadas de protección.37 Las niñas no paran de rumiar estas ideas en su cabeza, al tiempo que se les obliga a experimentar los efectos limitantes y preocupantes de su vulnerabilidad física. Los estudios demuestran que incluso padres y madres que declaran estar a favor de la igualdad tratan de forma tácita a las niñas como si fueran más frágiles y menos capaces.38 Les imponen restricciones físicas reales que conllevan una amenaza, tales como limitar su actividad por las noches o enseñarles a ir al baño acompañadas de alguien. El sentido de vulnerabilidad e indefensión que les imponemos a muchas de ellas dificulta el desarrollo de la resiliencia frente al daño, ya sea personal o cultural.

A medida que las niñas se abren paso intelectualmente entre estas exigencias, evalúan también lo que significa que las palabras, las ideas, los intereses, las habilidades y el trabajo duro de una mujer pasen a segundo plano, detrás de su apariencia. Las mujeres son más visibles como entretenimiento sexualizado. Mientras escribía esto, por ejemplo, me preguntaba qué encontraría una joven si buscara en internet “mujeres atletas”. El primer resultado que arrojó el buscador fue “Las 50 atletas más candentes de 2017”. En 2015, al buscar “mujeres ceo”, la primera imagen no era de una mujer real, sino de una muñeca Barbie.39 Así es. Una muñeca Barbie cuyo nombre, por cierto, es Barbie ceo.

Estas imágenes van acompañadas de una absoluta falta de fraternidad en la representación de las mujeres. Las mujeres, aisladas de otras mujeres, suelen proyectarse en un océano de hombres.40 Si una mujer es brillante o poderosa, es porque es única. Incluso las películas más exitosas que muestran chicas y mujeres “empoderadas” (Mujer Maravilla está entre las más recientes y populares) carecen de toda camaradería entre mujeres en pantalla.41 Por ejemplo: cuando la Mujer Maravilla abandona su paraíso amazónico, sus principales compañeros de batalla y arqueros son hombres. Hay admirables modelos femeninos a seguir, representaciones positivas de amistades entre mujeres y programas que reflejan la diversidad del mundo, pero, tal como demuestran las investigaciones sociales año con año, las mujeres siguen estando marginadas y, a menudo, también solas.

Me he enfocado en descripciones binarias de género porque hay muy poca investigación sobre la regulación emocional en infantes de género fluido y porque a nivel cultural carecemos de “guiones” sociales (lineamientos inconscientes que seguimos para organizar nuestros pensamientos y nuestra conducta) para gente no binaria. Casi todos los estudios se valen de marcos teóricos binarios tradicionales para el análisis. Hay pocos estereotipos dominantes positivos sobre gente bi, trans o queer que delinean la infancia. Los infantes que desafían lo binario quedan atrapados en el punto de mira, lo cual orilla a los padres a crear un entorno seguro y a forzar con ello un cambio social, o bien a contribuir, de forma consciente o no, a las exigencias perjudiciales de ajustarse a las normas que recaen sobre sus hijos e hijas.

Es importante subrayar cuán determinante resulta la denigración sistemática de las mujeres para la vida y emociones de niños y adultos que no se ajustan a las expectativas tradicionales de género. Un porcentaje arrollador del bullying durante la infancia consiste en la persecución por variaciones de género, y se presenta en forma de homofobia, transfobia y acoso sexual. Reprimir a niños y niñas que rompen los esquemas binarios (sexuales o de género) es más perjudicial, por ejemplo, para niños que escogen la feminidad o niñas que renuncian a ella para apropiarse de prerrogativas masculinas.

“He descubierto que quienes desean ridiculizarme o excluirme lo hacen no sólo porque no me ajusto a las normas de género. Más bien, se burlan sobre todo de mi feminidad. Desde mi punto de vista, gran parte de la transfobia con la que he tenido que lidiar en la vida puede describirse de forma más certera como misoginia”,42 afirma la activista trans Julia Serano.

Es una broma muy cruel la que les jugamos a las niñas al exponerlas a estas realidades mientras ejercemos sobre ellas la más aguda presión social para que ignoren y escondan la ira que les provoca. Desviamos la mirada de la rabia de las niñas y somos cómplices de los mecanismos que erosionan su sentido de valor; luego nos preguntamos qué ocurre con su “naturaleza” que las hace dudar de sí mismas como mujeres.

Socavar la confianza de las niñas va de la mano con la negación, el menosprecio y la desviación de su ira. Una primera reacción a las demostraciones de su enojo puede ser que alguien le tome foto o video manifestando su rabia. Una niña pequeña enojada es “adorable” y “pícara”, dos de los términos adyacentes más populares cuando buscamos “niña enojada” en Google. Las adolescentes que muestran su ira son menos adorables. Si son de tez morena u oscura, dejan de ser adorables para ser “arrogantes”.

La discriminación por la edad (etarismo), la homofobia y el racismo influyen en la forma en que el entorno percibe nuestra rabia. No hay momento en la vida en que nuestro enojo sea aceptable. Las adolescentes son engreídas o tontas o malhumoradas cuando se defienden. Las mujeres mayores, que están hartas y no tienen empacho en decirlo, son unas amargadas insufribles. Las mujeres furiosas son machorras, lesbianas y odian a los hombres. A todas nos etiquetan: “tristes muchachas asiáticas”, “latinas de mecha corta”, “blancas histéricas” y “negras furiosas”. Todo esto sin mencionar que las “mujeres furiosas” son “mujeres feas”, el pecado cardinal en un mundo donde el valor de las mujeres, su seguridad y gloria dependen de su valor sexual y reproductivo ante los hombres que las rodean. Ninguna de estas ideas nos lleva a considerar la ira como un derecho moral o político de las mujeres.

A pesar de lo consciente que estoy de todo esto, no estaba lista para enfrentar mis propios sesgos ni lo impactante que podían resultar estas ideas. Mi reacción frente a lo que ocurría en el salón de mi hija me trajo a la mente viejos hábitos familiares. Evalué los posibles costos y decidí que confrontar con furia a los padres del niño sería perjudicial para mi hija. Esto se llama “autocondena preventiva”, y es común en las mujeres cuando estamos enojadas. Fui sensata y supe que mi molestia podía pasar inadvertida, así que me decanté por alternativas mejor estructuradas. Hice sugerencias respetuosas. Le pedí a la maestra que por favor interviniera. Escuché a los padres con paciencia. Quería preservar la paz y cultivar buenas relaciones.43 Pensé que la ira y la externalización de la frustración serían fútiles y potencialmente dañinas.

¿Qué ocurre con la autoestima cuando decidimos no correr el riesgo de enfurecernos?

La ira muy rara vez forma parte de los debates populares sobre la brecha de confianza entre géneros. Hasta más o menos los cinco años de edad, niños y niñas tienen los mismos niveles de autoestima, competitividad y ambición. Las niñas tienen un concepto de sí mismas tan bueno como el que tienen los niños: se sienten orgullosas de ser quienes son, tienen muchas aspiraciones y no se avergüenzan con más frecuencia que los varones.

Sin embargo, después de los cinco años, la confianza que tienen en sus propias habilidades comienza a tambalearse, cosa que no ocurre con los niños. Un estudio realizado en 2017 con niños norteamericanos halló que, a la edad de cinco años, niñas y niños asocian en igual medida la inteligencia con su propio género. A las edades de seis y siete, 65 por ciento de los varones considera que ellos y los hombres son “muy, muy inteligentes”, mientras que sólo 48 por ciento de las niñas considera que ellas y las mujeres también lo son.44 Puede que los niños confíen demasiado en sí mismos y que las niñas sean de hecho más realistas, pero la brecha en todo caso es muy notable. Incluso cuando se estudia la cuestión de la brecha de confianza entre géneros, se parte de que el nivel de confianza masculina es el ideal al que ambos géneros deben aspirar.

Durante la adolescencia, los niños se quedan con la idea de que son excepcionales y más competitivos, a pesar de que las niñas los superan en promedio y logros escolares. No hay límite de edad para el elevado nivel de confianza y las aptitudes de liderazgo que tienen los varones, mientras que con las chicas ocurre exactamente lo contrario: su baja autoestima las persigue hasta la adultez. En Estados Unidos, a partir de los seis o los siete años, a pesar de que su desempeño escolar es mejor, casi ninguna se siente capaz de liderar un grupo mixto, y se sienten poco seguras para presidir alguna asociación estudiantil o apoyar a alguna otra candidata mujer (en especial las niñas caucásicas, que son quienes llegan a hacerlo).45 Nuestras hijas terminan la escuela con menos y no con más confianza en sí mismas.

Lyn Mikel Brown, Carol Gilligan y Rachel Simmons son tres reconocidas psicólogas y educadoras con amplia experiencia que han estudiado y publicado mucho sobre la vida emocional de las niñas durante ese periodo de transición. En sus textos, llaman cada vez más la atención sobre la importancia de comprender el enojo y la agresión, y demuestran que las niñas (quienes se desenvuelven en un vacío de información respecto a sus emociones negativas) canalizan la ira y la agresión de forma encubierta, como, por ejemplo, recurriendo al chisme y a la difusión de rumores sobre otros. Las niñas también se vigilan a sí mismas para evitar el juicio negativo por parte de otras compañeras.

En las décadas que ha durado su investigación, las tres investigadoras han observado que el lugar que ocupan las niñas en la sociedad, es decir su estatus en una jerarquía específica, determina la forma en que expresan su enojo. Según explican, la mayoría de los estudios sobre género, emociones y autoestima reflejan las normas dominantes de la feminidad definidas por la clase media blanca. Las niñas marginadas o pertenecientes a las minorías expresan su ira con mayor libertad y muestran un sentido más desarrollado de cómo y cuándo ejercer el enojo de forma consciente. “Donde la lucha económica y la privación de derechos prevalecen, la asertividad y la agresión son el pan de cada día”, escribe Simmons en su libro Odd Girl Out: The Hidden Culture of Aggression in Girls. “En este mundo, el silencio puede ser sinónimo de invisibilidad y peligro.”46

La ira es particularmente traicionera. Cualquier despliegue de emociones, vulnerabilidad y pasividad (características “tradicionalmente femeninas”) son señal de debilidad. Los estudios de sesgo implícito demuestran que los adultos consideran que las niñas asertivas, las que van al grano, las que se abren paso en el espacio verbal y, sí, las que reconocen que están molestas, son groseras, beligerantes, poco cooperativas y transgresoras.

En la adolescencia, la mayoría de las jóvenes sabe que las demostraciones abiertas de ira amenazan su potencial de éxito y su seguridad. Comprenden que el enojo pone en riesgo su estatus, su popularidad y sus relaciones.47 Lo peor de todo es que, a diferencia de la mayoría de los chicos que conocen, ellas tienen una mayor tendencia a asociar la ira con la vergüenza. Para las chicas negras de clase trabajadora, quienes comparten la percepción de que el enojo no sólo es vergonzoso, sino que es mal recibido por otros, la ira en particular es una emoción complicada y riesgosa, dado que también es algo necesario que vale la pena defender.

Antes de usarlo para estereotipar, silenciar y vigilar a las mujeres, acusar a las chicas de ser “negras furiosas” se usa para penalizarlas cuando dicen lo que piensan, “son beligerantes” y “demasiado engreídas”.48 Estas chicas, a quienes se les califica de “furiosas” y “problemáticas”, se conducen del mismo modo que los jóvenes caucásicos, a quienes se les tilda de “atrevidos” y “líderes en potencia”. Los adultos consideran que las niñas negras, por pequeñas que sean, son menos inocentes y requieren menor protección o cariño que las niñas blancas.49 Desde el jardín de infantes, las niñas negras son de cinco a siete veces más susceptibles de ser disciplinadas, suspendidas o expulsadas que el resto de sus compañeras, dependiendo de dónde vivan. Estos sesgos empujan a las niñas negras a un trayecto bien documentado que comienza en la escuela y desemboca en la cárcel. En entornos escolares como éste, muchas niñas se desviven por ser “buenas” y evitan dejar su ira al descubierto, incluso cuando necesitan defenderse.

A las niñas hispanas se les tiende a rechazar cuando “se portan mal”. “La gente no suele poner atención a lo que decimos”, escribe Edén E. Torres en Chicana Without Apology, “porque nos escuchan a través de los estereotipos que nos describen como mujeres explosivas y de sangre caliente.”50 Dior Vargas, latina, feminista y activista dedicada a temas de salud mental, habla sobre las expectativas de género relacionadas con la ira, que a menudo se transmiten de generación en generación, de abuelas a madres a hijas furiosas. “Antes las mujeres estaban mucho más subyugadas para expresar emociones negativas. Antes no se esperaba que yo hablara de eso. Es como una opresión en el pecho”, me explicó. “En el ámbito social, aprendemos que no podemos expresar nuestro enojo, pero llorar sí está permitido. Cuando veo a una mujer que manifiesta una emoción, ésta suele traducirse en llanto. Antes creía que los hombres no estaban biológicamente capacitados para llorar. El llanto también tiende a ser criticado, de modo que el espectro de nuestras alternativas para expresar nuestras emociones se reduce aún más.”

Las chicas de ascendencia asiática, por otro lado, se enfrentan con la expectativa de que tienen que ser tranquilas y agradables “por naturaleza”. “Cuando era niña, mis padres justificaban todos los berrinches de mi hermano, que casi siempre pasaban inadvertidos. En paralelo, tanto mis padres como los adultos a mi alrededor eran implacables con cualquier manifestación de ira de mi parte”, explica Regina Yau, escritora y activista feminista. Sus palabras resonarán en muchas mujeres. “El estereotipo de la hija obediente, solícita y dócil hacía que los adultos que me rodeaban quedaran estupefactos cuando mostraba mi enojo. Tenía carácter fuerte, y todo el tiempo me hacían sentir culpable por ello. Más de una vez me dieron a entender que no tenía permitido ni ‘tenía derecho’ de enojarme por nada. Lo que decidí hacer, a fin de cuentas, fue canalizar toda mi ira contenida y empoderarme a partir de ahí por medio del activismo feminista: hacer algo para subvertir las convenciones y las culturas que les transmiten a las mujeres la noción de que las emociones y los sentimientos son debilidades, y de que es imposible manejar la ira femenina sin darles a los hombres un pase directo para mutilar/lastimar/matar mujeres sólo porque ellos no pueden controlar la suya cuando nosotras los rechazamos.”

En 1994, Lela Lee, quien por aquel entonces aún era estudiante universitaria, dibujó y produjo un corto animado que tituló Angry Little Asian Girl. El personaje principal de la serie, Kim Lee, se convirtió en la protagonista de una popular serie de libros.

Lee explica que, a lo largo de los años, a medida que abordaba el tema de la ira en su producción artística, comenzó a entender “por qué las mujeres de todas las edades y todos los contextos sentían que no tenían derecho a enojarse”.51 (En la actualidad, el nombre de su sitio web es, simplemente, “Anger Is a Gift” [La ira es un don].)

Las chicas blancas de clase media son quienes más reprimen sus sentimientos negativos y las menos propensas a manifestar su furia abiertamente. Este distanciamiento de sus emociones es indispensable para mantener los estándares de feminidad que a nivel histórico se han construido en torno a la indefensión, la vulnerabilidad, la tristeza, la delgadez y la pasividad relativas como normas dominantes. Se trata también de un ideal de feminidad que con facilidad se convierte en una daga envenenada. La necesidad de proteger a las mujeres caucásicas, a quienes siempre se les retrata como criaturas frágiles, inocentes e indefensas, ha sido una justificación ancestral para la violencia racista con tintes terroristas. Por ejemplo, en los medios de comunicación, la vulnerabilidad exagerada de las niñas y las mujeres caucásicas se conoce como “síndrome de la mujer blanca perdida”,52 una fascinación casi fetichista que amenaza a las chicas blancas, exponiéndolas a terribles y violentos peligros, a expensas de mujeres negras desaparecidas o asesinadas. En la cultura norteamericana, a las jóvenes blancas se les percibe y representa como el epítome de la inocencia, lo que implica que dependen de la protección masculina. No es coincidencia que se considere que las niñas y mujeres caucásicas son las menos capaces de liderar, y que, por ende, ellas mismas duden de sus aptitudes de liderazgo.

“Cuando las niñas deciden valorar sus emociones”, declara Simmons, “se valoran a sí mismas.”

La ira, la agresión y la asertividad de mujeres y niñas se consideran como un mismo comportamiento

Uno de los problemas más persistentes que enfrentan niñas y mujeres cuando se trata de manejar emociones negativas e intensas es la agresión pasiva, una expresión de la ira que ha dado lugar a todo un género de entretenimiento en torno a las “chicas pesadas”. En la adolescencia, la mayoría de las jóvenes comprenden la agresión relacional e indirecta entre niñas y mujeres. Todas estamos familiarizadas con el chisme, la exclusión silenciosa, el desaire y las indirectas: conductas pasivo-agresivas asociadas, sobre todo, con la feminidad.53

La agresión indirecta es uno de los mecanismos que muchas mujeres usan para dirigir las emociones negativas y la competencia de cara a la prohibición social de manifestarlas abiertamente. También sirve para regular las conductas grupales.54 Una niña o una mujer desfachatadamente ambiciosa, “muy popular” o “ganadora” (lo cual se considera transgresor para su género) puede verse envuelta en chismes, ser excluida y acosada tanto en internet como en la vida cotidiana.

En especial en el caso de niñas y mujeres, la asertividad, la agresión y la ira se consideran la misma cosa. La ira es una emoción, pero la asertividad y la agresión son conductas. Por ejemplo, yo soy muy contundente cuando hablo. Esto no quiere decir que esté molesta, pero puede desconcertar a ciertas personas. A veces bromeo diciendo que lo único que tengo que hacer para que me consideren agresiva es entrar en una habitación. La verdad es que no se trata de ninguna broma, ya que las percepciones son importantes.

Es posible ser asertiva y agresiva sin estar enojada; de igual modo, puedes estar furiosa y conducirte con tranquilidad. La agresión es más hostil que la asertividad: la agresión no tiene en cuenta las necesidades ni los puntos de vista de los demás, mientras que la asertividad permite expresar las necesidades dentro de las normas de entendimiento y límites establecidos.

Durante la adolescencia, las jóvenes viven el conflicto perpetuo de experimentar ira y agresividad a sabiendas de que tales emociones y conductas se contraponen con la feminidad. Muchas niñas se ajustan a las normas de género porque es más sencillo y cómodo para todos los involucrados y porque están condicionadas a tranquilizar a la gente que las rodea.55

Esto no quiere decir que somos menos agresivas que los hombres “por naturaleza”, ni que los hombres no son pasivo-agresivos. Las niñas y mujeres tenemos la capacidad de agredir tanto verbal como físicamente (y cada vez lo hacemos más).56 Sin embargo, la agresión física no es nuestra forma predilecta de canalizar la ira, razón por la cual nos volvemos expertas en controlar esos impulsos. La capacidad para evaluar las circunstancias, es decir, para aprender a controlarnos en situaciones que a menudo representan un riesgo o una amenaza, es una aptitud que en más de una ocasión provoca que nos tilden de “manipuladoras” o “mentirosas”.

A pesar de que la agresión pasiva es una forma de agresión, la agresividad se asocia con el despliegue físico, que a su vez se vincula con los hombres y la masculinidad.57 Para muchas personas, esa ecuación se resume en una palabra: testosterona. ¿Cuántas veces has escuchado, o quizá tú misma has dicho, que las mujeres no son tan irascibles ni tan agresivas como los hombres porque la rabia y la agresividad de los hombres (así como su incapacidad para regularlas) son producto de su biología? Yo ya perdí la cuenta.

La creencia popular dicta que la testosterona causa ira y agresividad, y que, dado que los hombres producen mucha más testosterona que las mujeres (de hecho, es la hormona sexual masculina), ellos son mucho más proclives a conductas relacionadas con la ira y la beligerancia. Es aún más interesante que, mientras que la testosterona origina mayor agresión (mas no ira), la conducta agresiva, a su vez, estimula la liberación de más testosterona en el torrente sanguíneo.

Este efecto lo descubrió la psicóloga Sari van Anders gracias a un ingenioso experimento: ella, junto con otros expertos de la Universidad de Michigan, investiga la manera en que las normas sociales afectan las hormonas.58 Las hormonas, que son los “mensajeros” químicos del cuerpo, estimulan ciertas respuestas físicas y regulan el estado de ánimo y la conducta. En 2015, Van Anders y su equipo trabajaron con una compañía de teatro: produjeron un guion en el que los actores y las actrices “bombardeaban” a otros miembros del elenco de manera particularmente hostil, humillante y cruel. Antes y después de cada representación, tomaban y analizaban muestras de saliva de los participantes, lo que dejó al descubierto que quienes llevaban a cabo un papel agresivo no sólo tenían mayores niveles de testosterona al salir de escena, sino que también se sentían exasperados durante largos periodos debido al cambio hormonal. Esto les ocurría tanto a hombres como a mujeres.

Otro estudio que analizó los efectos de la conducta durante la producción hormonal comprobó dinámicas similares. Los hombres que se dedican a cuidar bebés, por ejemplo, tienen niveles significativamente menores de testosterona.59

En el experimento con la compañía de teatro, los investigadores comprobaron que el simple hecho de conducirse “de forma masculina” no alteraba la producción hormonal. El ejercicio del poder, por el contrario, sí la modificaba. A petición de las investigadoras, los actores y las actrices que formaron parte de esta investigación reprodujeron estereotipos de género en sus actuaciones. Éstos dieron lugar a variaciones mínimas en los niveles de producción de testosterona. El factor que más afectó la producción de testosterona fue lo que Van Anders y su equipo llaman “el ejercicio del poder”:60 maltratar a alguien incrementó los niveles de testosterona en los hombres en 3 o 4 por ciento. En las mujeres, el incremento fue de 10 por ciento.

La socialización tradicional de género durante la infancia estimula que los niños ejerzan el poder en todos sentidos, con el cuerpo, las palabras, el tono de voz y la distribución espacial. Así es como aprenden a asociar la ira y la agresión con el hecho de ser hombres “reales”, conductas que, como veremos más adelante, hacen que las mujeres vivan las relaciones sentimentales con más rabia. El estudio nos invita a reconsiderar si el modo en que educamos a los niños para que se conduzcan de manera prototípicamente masculina (apropiarse de los espacios y ser beligerantes) altera sus niveles hormonales. Lo mismo ocurre con las niñas.

Atribuir ciertas manifestaciones emocionales y conductuales a la actividad hormonal es una forma habitual, sencilla y cómoda de evadir la complejidad que entraña todo el tema. Cuando las adolescentes comienzan a articular su frustración o a manifestar su cólera y sus emociones negativas, los adultos tienden a refugiarse en esta explicación. En un parpadeo, los adultos hacen que la frustración, la ansiedad, la ira y más desaparezcan, valiéndose de la trillada frase “¡Está viviendo cambios hormonales y se ha salido de control!”. No hay duda de que las hormonas nos afectan a todos, pero invalidar a las niñas por ello es contraproducente. “De hecho”, según explica la psicóloga Lisa Damour, autora de Untangled: Guiding Teenage Girls Through the Seven Transitions into Adulthood, “los estudios demuestran que las hormonas responden e incluso se supeditan a otros factores que influyen en el ánimo de tu hija, tales como eventos estresantes o la calidad de sus relaciones.”61

La realidad es que la ira en las niñas es sumamente racional. Vivimos en una cultura que pulveriza su autoestima y su confianza, y luego se los recrimina. Las chicas padecen mucho las desigualdades producto de las limitaciones sobre su libertad física y su conducta. Los sentimientos de ira se mezclan con ideas sobre la “bondad”, la belleza, el cuerpo, la comida, las relaciones y el poder. Estas mismas experiencias dan lugar a frustraciones, depresión, ansiedad y, en algunos casos, actos de violencia, incluso entre los hombres más racionales. Cuando algo así les ocurre a ellos, no sacamos a colación sus hormonas. Uno de los ejemplos más sorprendentes de esta doble moral con el que me topé a lo largo de esta investigación fueron los sitios web profesionales de manejo de ira dedicados a apoyar a niños y jóvenes que atraviesan episodios de frustración. La mayoría describe la ira y la frustración como acciones legítimas de las preocupaciones que suelen vincularse con distintas etapas de la vida, como dificultades derivadas del cambio de escuela, el desempleo, el nacimiento de un hijo o el retiro. No encontré un solo caso en el que se dijera que las hormonas eran la causa.

Aceptar la desigualdad

Es durante nuestra niñez que todo aquello que hemos aprendido sobre la ira comienza a manifestarse en nuestra percepción de la dignidad, el merecimiento y la legitimación, precondiciones para tener buena autoestima y confianza en nosotras mismas, así como para reconocer con claridad nuestros derechos.

Al preguntarles qué detona sus sentimientos de ira y agresión, la mayoría de las niñas menciona como factor crucial alguna forma de desigualdad experimentada en distintos niveles.62 Desde jóvenes son conscientes de que los adultos responderán a sus sentimientos de enojo con resistencia, y que sus pares las reprimirán. Se crea un circuito de retroalimentación entre la autoestima, la ira y la forma en que una comunidad determinada responde a las necesidades de la persona.

En 2017, Erin B. Godfrey, Carlos E. Santos y Esther Burson estudiaron la autoestima en un grupo de niños de escasos recursos, pertenecientes a minorías étnicas, y descubrieron que su creencia en un sentido de igualdad universal afectaría su conducta más adelante. Observaron también que los niños que creían en la equidad y en la meritocracia eran, en sexto año, “buenos” estudiantes. Eran escrupulosos, trabajaban duro y, en términos generales, reportaban tener altos niveles de autoestima. Dos años después, sin embargo, quienes más creían en la igualdad básica del sistema y, por ende, en la capacidad del individuo para superar cualquier obstáculo, no sólo experimentaron un decremento considerable en sus niveles de autoestima, sino que fueron quienes reportaron conductas destructivas y criminales en mayor medida. Mientras más creían en la meritocracia, más batallaban para asimilar los episodios de desigualdad y más confianza perdían en sí mismos.

Los hallazgos de los tres especialistas bridan explicaciones más amplias sobre las experiencias de las niñas, incluso de las más privilegiadas, en términos raciales y de clase social. Conforme las niñas se acercan a la pubertad y se ven cada vez más obligadas a silenciar su ira, varias empiezan a manifestar las conductas problemáticas y de riesgo observadas en el estudio, tales como demostraciones de angustia, lesiones autoinfligidas e hipervigilancia, un estado de alerta ansioso frente a los posibles riesgos del entorno. En la secundaria, las niñas que antes se consideraban “buenas” comienzan a mostrar comportamientos problemáticos, como mentiras, ausentismo escolar y actitudes antisociales. El acoso se dispara durante ese periodo, mismo en el que las jóvenes tienden a refugiarse en la agresión, el sarcasmo, la apatía y la crueldad. En esta época también se hacen evidentes formas prematuras de angustia o lesiones provocadas a sí mismas.

Según las y los médicos, la ira que deriva en un componente significativo de ansiedad y depresión es una ira específica: aquella que es producto de la pérdida o el rechazo. Al enfrentarse con estas emociones, las niñas se ven obligadas a encontrar formas de salir adelante: a veces se compartimentan, a veces buscan cambiar al orden establecido, a veces hunden la cabeza bajo la arena, a veces se conforman y se cosifican. A veces, sin embargo, se ponen muy, muy furiosas. Cuando esto llega a ocurrir, en vez de considerarlo un acto mediante el cual se ejerce la libertad de expresión, los adultos prefieren considerarlo “un tipo de desequilibrio”: los adultos que rodean a las adolescentes optarán siempre por usar cualquier palabra que no sea ira.

Cuando los medios de comunicación se centran en las brechas que dividen la confianza y la baja autoestima, tienden a uniformar un abanico de diversas experiencias. Las jóvenes hispanas reportan tener niveles ligeramente mayores de autoestima que las niñas blancas, pero ambos grupos reportan menores niveles de autoestima que sus contrapartes masculinas. Las chicas de origen asiático tienen los niveles más bajos de autoestima, y experimentan una de las brechas más amplias entre géneros, abismo que puede ligarse a la orientación cultural hacia la comunidad por encima del individuo.63

La juventud negra en Estados Unidos muestra un patrón distinto. A diferencia de los casos anteriormente citados, reporta niveles mucho más elevados de autoestima y una brecha de género más reducida.64 En tercer año de preparatoria, las jóvenes afroamericanas son las únicas chicas cuya autoestima es mayor que la de los chicos afroamericanos.65 La diferencia se extiende hasta la adultez, donde menos de 50 por ciento de las mujeres caucásicas está totalmente de acuerdo con la afirmación “me considero una persona que tiene autoestima”, en comparación con 66 por ciento de mujeres negras66 que comulga con esta frase.

El apoyo de los padres parece ser lo más crucial para que una niña se mantenga fiel a sí misma, aunque también es importante que la comunidad a la que pertenece no sólo reconoce la discriminación, sino que también construye mecanismos de resiliencia para afrontarla. Más interesante aún es que los niños negros admiran a las mujeres negras —como madres, como miembros valiosos de familias numerosas y como líderes de su comunidad— de formas en que los niños provenientes de otro origen étnico no lo hacen. Aunado a esto, los padres afroamericanos son conscientes de los riesgos que correrán sus hijos y la imposibilidad de preservar su inocencia en una sociedad empeñada en negarlo. Los estudios demuestran que, debido a la alienación social y la necesidad de tomar pasos firmes en aras de combatir la discriminación, las madres negras son menos propensas a fomentar que sus hijas se subordinen a los poderes establecidos.67

Es imposible exagerar cuán problemática resulta la transferencia de ira como herramienta —de niñas a niños y de mujeres a hombres—, no sólo a nivel individual sino social. Esta transferencia es crucial para mantener la supremacía blanca y el patriarcado. El enojo sigue siendo la emoción menos aceptable para niñas y mujeres porque es el primer paso para defendernos de la injusticia. Saber que tienes el derecho de valerte intensamente de tu rabia entraña múltiples derechos sociales que se traslapan.68

Al final, al enfrentarme una vez más con Niño Destructor y sus padres, rompí mi propia regla de no interferir en la educación de niños ajenos. Me puse de rodillas y miré al niño a los ojos. Le pedí que se mantuviera al menos a un brazo de distancia de mi hija y de su castillo para siempre. Le expliqué que era importante que respetara su trabajo y que la escuchara cuando le hablaba. Si tenía muchas ganas de derrumbar un castillo, le dije, podía construir uno propio. Me dijo que entendía y que no volvería a hacerlo. Funcionó, pero mi intervención adulta no contribuyó a reforzar en mi hija la sensación de que ella tenía control sobre la situación que la rodeaba ni su creencia en que sus emociones y derechos merecían respeto y validación sociales. En un sentido tradicional, perpetué una suerte de ignorancia en torno a la ira.

Cuando nos enseñan que nuestra rabia es indeseable, egoísta, débil y fea, aprendemos que nosotras somos indeseables, egoístas, débiles y feas. Cuando evitamos hablar sobre la ira, porque representa riesgo o peligro, o porque trastorna el statu quo, también olvidamos valiosas lecciones sobre el peligro, los desafíos y la incomodidad del statu quo. Al establecer como norma que las mujeres no pueden mostrar enojo sino tristeza, al insistir en que se guarden su rabia para sí mismas, silenciamos las demandas y los sentimientos de una mujer, y los reducimos a su mínima expresión social. Cuando nos referimos a nuestra ira como tristeza en vez de enojo, somos incapaces de reconocer lo que está mal, en especial cuando nos disuade de imaginar que todo cambie y luchar para que suceda. La tristeza, como emoción, se empareja con la aceptación. La ira, por otro lado, invoca la posibilidad de cambio y de luchar por él.

Lo que hubiera deseado enseñarle a mi hija en ese momento era que tenía todo el derecho a estar enojada y, por ende, a exigirnos a los adultos que la rodeábamos que le pusiéramos la atención debida a su ira. Sólo entonces habría sentido que tenía derecho a hacerle exigencias al mundo.

Toda la información e imágenes son de SIN EMBARGO
Link original: https://www.sinembargo.mx/

Anuncio
Artículo anteriorEstereotipos de género en internet violentan a las jóvenes
Artículo siguienteNo existe una ley que obligue a los estados a llevar un registro de niñas, niños y adolescentes huérfanos por feminicidio.