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Más mujeres en los cargos no ha significado necesariamente más mujeres con poder en las instituciones. La razón no tiene que ver con sus méritos ni con sus recursos. Por el contrario, cuanto más capaces y autónomas, menos posibilidades de participar en una campaña electoral o de ejercer su cargo sin violencias. El incremento de mujeres haciendo política ha amenazado el statu quo dominante y ha visibilizado resistencias, simulaciones y diversas formas de violencia política contra las mujeres (por ser mujeres). México carece de una ley federal específica en la materia, lo que dificulta la garantía de sanción, reparación y no repetición por un delito que afecta el ejercicio de los derechos políticos-electorales de las mujeres.

I. A Los Partidos Políticos No Les Gustan Las Mujeres

Los partidos políticos han estado bastante alejados de la idea de que una democracia necesita que las mujeres participen en política y lo hagan en igualdad de condiciones que los hombres para ser democracia. La opinión pública también. Del mismo modo que ha ocurrido en otros países de América Latina, en México la democratización se ha centrado fundamentalmente en las elecciones y la competencia intrapartidista más que en la inclusión política de los grupos que históricamente han estado subrepresentados (mujeres, indígenas, poblaciones afros, de la diversidad de género y sexual). Durante mucho tiempo, que estos grupos estuvieran ausentes de las instituciones y del espacio público no le ha importado a mucha gente, no ha sido parte de los programas partidistas ni ha estado en la agenda de debate público.

Estos grupos, y en particular, las mujeres han sido ignorados de manera sistemática por las dirigencias partidarias, por los medios de comunicación y por los propios electores. Con la aprobación y paulatino fortalecimiento de las reglas de cuotas y luego del principio de paridad constitucional que se ha ido llevando a cabo en México desde la década de 1990 se ha incrementado de manera significativa el número de legisladoras nacionales (llegando casi a la paridad en la integración de las Cámaras tras la elección de 2018). Estos cambios sustantivos han modificado el nivel de representación descriptiva de las mujeres y los incentivos con los que cuentan los políticos para tomar decisiones pero no han conseguido eliminar ni minimizar las resistencias, obstáculos, simulaciones e, incluso, la violencia que la presencia de las mujeres genera contra ellas.

Más mujeres en el poder no ha significado, más mujeres con poder y cuanto más han avanzado ellas en la jerarquía de las instituciones formales, más se ha licuado el poder de esas instituciones hacia los espacios informales. Dicho de otra manera, su presencia no ha significado necesariamente mayor (o mejor) representación ni tampoco impulso a las agendas de género o a la igualdad sustantiva. Ser mujer no significa ser feminista ni tampoco tener conciencia de género. Es más, para muchas mujeres participar en política y/o competir por un cargo les ha exigido ser “super mujeres” y, además, tener que desafiar el statu quo dominante que reproduce estereotipos y roles de género y entiende a la política como un espacio exclusivo de dominio masculino.

Los políticos no han estado muy preocupados (ni tampoco genuinamente convencidos) por la inclusión de las mujeres en sus organizaciones y da cuenta de que no creen en la capacidad de éxito electoral de las mujeres candidatas.

La experiencia de las mujeres con los partidos mexicanos no ha sido muy diferente de otros de América Latina (Llanos y Rosas, 2018; Freidenberg, 2017). Las mujeres no han tenido las mismas oportunidades que los hombres para acceder a los cargos de dirección de las organizaciones partidistas, para ser candidatas o electas a los puestos de representación. Los partidos son organizaciones cruzadas internamente por estereotipos y roles de género (“instituciones generizadas”); donde las mujeres no han recibido la misma cantidad de dinero al hacer campaña que los hombres y han tenido que enfrentar obstáculos muy duros cuando han querido ser líderes, en particular, por la visión sexista del ejercicio del poder.

Todo el conjunto de actitudes y manifestaciones de rechazo de los partidos hacia la participación política de las mujeres evidencia que los políticos no han estado muy preocupados (ni tampoco genuinamente convencidos) por la inclusión de las mujeres en sus organizaciones y da cuenta de que no creen en la capacidad de éxito electoral de las mujeres candidatas. Un estudio reciente sobre los partidos mexicanos realizado en el #LaboratorioMujeresPolíticas del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, ha evidenciado las brechas de género de sus organizaciones políticas, en la que no se presentan diferencias sustantivas por orientación ideológica (Freidenberg, 2017). Si bien uno esperaría que los partidos progresistas sean aliados de la igualdad sustantiva, lo cierto es que en la práctica ni unos ni otros han impulsado de manera activa la lucha por estos derechos.

II. ¿Qué Dicen Las Mujeres Sobre La(S) Violencia(S)?

Las condiciones en las que las mujeres hacen política están cruzadas por múltiples manifestaciones de violencia por el simple hecho de ser mujeres. Las violentan por ser mujeres (pero también por ser jóvenes, pobres, rurales, lesbianas, afros y/o indígenas). La violencia es interseccional (Crenshaw, 1989). A pesar de que las mujeres reclaman una y otra vez que viven situaciones hostiles, las dirigencias de los partidos no suelen escucharlas. En una encuesta online realizada desde dicho #LaboratorioMujeresPolíticas, entre el 5 y el 31 de agosto de 2018, que fue respondida por 225 candidatos/as (hombres y mujeres) a diferentes cargos de representación de 19 países de América Latina y el Caribe, más del 50% de las/los entrevistadas/os señaló haber vivido situaciones de acoso y/o violencia política.

Las mujeres que respondieron la encuesta (una significativa mayoría respecto al número de hombres que lo hizo) también señalaron que es dentro de los partidos donde experimentan mayor violencia. Por ejemplo, el 47% de las mexicanas indicó haber sido discriminada (por ser mujeres) y de haber percibido favoritismo hacia los hombres al momento de la distribución de las candidaturas (#LaboratorioMujeresPolíticas). Los procesos de selección continúan siendo opacos, controlados jerárquicamente por las dirigencias partidarias, donde nadie puede registrarse sin “autorización” de las cúpulas. También se expulsa de los círculos de poder a las mujeres que se atreven a “registrarse solas” como candidatas (bajo el mensaje de: “a ti no te toca”), que no aceptan ser sumisas ante las órdenes de los dirigentes políticos o bien que se atreven a denunciar ante los tribunales electorales que les fue quitada una candidatura ya registrada sin su consentimiento.

La violencia política contra las mujeres se ejerce de manera explícita y también de modo sutil. Los políticos (y los medios de comunicación de masas) suelen cuestionar si están capacitadas para tomar decisiones, les imponen asesores, no les dejan desarrollar sus proyectos, les dicen qué proponer y cómo tienen que votar. No sólo se trata de violencia física, patrimonial o sexual, sino que se continúan reproduciendo “pactos patriarcales” enmascarados en una simulación constante frente a lo que exigen las reglas formales. Esa visión masculina de las relaciones políticas cruza cada intersticio del modo en que se ejerce el poder (García Beaudoux, 2018).

Los partidos juegan con las expectativas de las mujeres que quieren hacer una carrera política: les prometen recursos, apoyos y cargos, para luego no cumplir con sus promesas; capacitan a mujeres militantes para luego no apoyarlas como candidatas, bajo la excusa de que deben seguir capacitándose (lo que no suelen usar como requisito para los candidatos masculinos). Esos partidos continúan empleando criterios poco meritocráticos en la selección de candidaturas de las mujeres (cosa que tampoco hacen con los hombres): prefieren mujeres de la familia o con vínculo cercano (esposas, hijas, hermanas) frente a las militantes y a las que cuentan con experiencia política, porque siguen pensando a esas mujeres como “suyas” (de su pertenencia), porque pueden mandar en ellas como “sujetos tutelados”.

Ante el acoso y la violencia, casi un tercio de las mexicanas (el 26,12%) señaló que no denunció la situación debido a la falta de credibilidad en las instituciones que deben castigar a quienes ejercen la violencia contra ellas.

En diversas entrevistas realizadas para el #LaboratorioMujeresPolíticas, las mujeres también señalaron que el ejercicio de la política se da en el marco de un profundo clima de impunidad para quienes ejercen la violencia contra ellas. Estos datos se corresponden a otros estudios que se han realizado en México y América Latina. Ante el acoso y la violencia, casi un tercio de las mexicanas (el 26,12%) señaló que no denunció la situación debido a la falta de credibilidad en las instituciones que deben castigar a quienes ejercen la violencia contra ellas. La impunidad es un elemento que sobrevuela la evaluación que las mujeres hacen respecto a la posibilidad de denunciar cuando han sido acosadas y/o violentadas en el ámbito público y esa impunidad deja a los delitos sin juzgar.

III. ¿Qué Pueden Hacer Los Partidos Para Eliminar La Violencia Política Contra Las Mujeres?

La experiencia latinoamericana da cuenta de una paradoja: al mismo tiempo que muchos partidos reproducen prácticas sexistas, misóginas y excluyentes, estas organizaciones impulsan cambios en las reglas electorales inclusivas que les obliga a colocar mujeres para las candidaturas por cargos de representación popular (Caminotti y Freidenberg, 2018). Aún cuando ellos son los que históricamente han reproducido entramados sutiles de violencia, discriminación y demás dispositivos para no dejar llegar a las mujeres a los cargos y/o ejercer el poder, estas estructuras de intermediación también son las que han impulsado cambios incluyentes que van lentamente teniendo impacto en las instituciones y en la sociedad.

Los partidos podrían ser – si quisieran- desarrollar una amplia gama de estrategias institucionales y/o no institucionales contra la violencia política en razón de género (1), que van desde la divulgación (declaraciones, discursos o campañas de comunicación para poner el tema en agenda y/o enseñar cómo denunciar); medidas de acción afirmativa, fomentando mecanismos que transformen al partido y lo hagan una institución “(des)generizada” (Acker,1992), acciones formativas específicas (talleres, conferencias, foros, cursos) para militantes y dirigentes (en particular, para los hombres en “nuevas masculinidades”), hasta el uso denormas específicas, como la integración de los cargos internos de manera paritaria (como ya lo exigió para que sea obligatorio una sentencia el TEPJF) o la aprobación de protocolos y reglamentos que indiquen cómo deben los militantes y dirigentes proceder ante la violencia.

Los partidos son agentes de cambio institucional. En México, por ejemplo, ellos deberían ser los primeros en impulsar la aprobación de una ley federal que tipifique la violencia política en razón de género como delito electoral. Aún cuando la impunidad parece ser una práctica común y no se trata de “sobreregular los comportamientos” (Piscopo 2017), los actores deben contar con reglas claras para poder actuar (Alanis Figueroa, 2017). Si bien ya existe un Protocolo para la Atención de la Violencia Política contra las mujeres, se requiere una ley que clarifique qué es y qué no es violencia (a pesar de los esfuerzos realizados en la materia en los últimos años); en qué medida afectan el ejercicio de los derechos políticos-electorales y cuánto implica su “determinancia” y en qué medida se da el componente de género que cruza la definición (lo que resulta más dificil de distinguir como señala Martha Martínez, de la Comisión Interamericana de las Mujeres de la Organización de los Estados Americanos).

Las normas deben ser claras sobre qué ocurre cuando se violenta a las mujeres, cuando se está ante una falta grave o una gravísima y cuáles son las sanciones para cada manifestación de violencia (Ley Modelo CIM-OEA). La discusión ha estado cruzada por la tensión entre lo punitivo y lo administrativo. Después de varios años de debate, cada vez es mayor el consenso en la cooperación internacional, las autoridades y la academia en torno a la necesidad de impulsar  sanciones administrativas, político-partidistas y/o electorales más que las penales así como también que esas medidas incluyan consecuencias inmediatas. Esas sanciones van desde a) amonestaciones públicas, b) suspensiones de los derechos como militantes; c) impedimento de ejercer candidatura en nombre del partido por un período de tiempo; d) impedimento de ser electo/a en nombre del partido por un período de tiempo o para ser dirigente del partido; e) pérdida del cargo que se está ejerciendo y/o f) expulsión (o pérdida de la militancia) del partido. Para todo ello, los partidos deben además contar con reglas y órganos internos donde se pueda identificar, vigilar, denunciar, sancionar y dar seguimiento a las situaciones de violencia política de género que propician sus dirigentes y militantes desde dentro de la organización política. 

IV. La Violencia Política Contra Las Mujeres Debe Tener Costos Partidistas Y Electorales

Que la ley tenga dientes, como suelen decir mis colegas, resulta clave para que haya sanción, reparación y no repetición. Mi sugerencia es que además de sanciones legales también haya un costo partidista y otro costo electoral para quienes ejercen la violencia. Entiendo como costo partidista el hecho de que los partidos sean también responsables por ubicar entre sus candidatos a individuos que hayan sido juzgados con sentencia en firme por haber ejercido violencia política en razón de género. De ese modo, las cúpulas partidarias revisarán con lupa a quienes postulen en sus candidaturas.

En ese sentido, también resulta clave que el Instituto Nacional Electoral cuente, al momento de registrar las candidaturas, con un padrón de individuos que hayan sido sancionados por ejercer violencia política en razón de género (2). Si resulta ser que un número importante de candidatos de un mismo partido cuentan con sentencia en firme por violencia política en razón de género, las dirigencias partidarias deberían ser responsables frente a las autoridades del hecho de proponer candidatos que no cumplen con el requisito de tener un modo honesto de vivir. Y, por su parte, no se debería poder registrarlos como candidatos.

Si los electores castigan en las urnas a los candidatos con pasado violento, es menos probable que éste gane una elección y, por tanto, menor la posibilidad de que el partido esté interesado en su postulación.

La ciudadanía debe ser una aliada de las mujeres políticas rechazando enfáticamente cualquier manifestación de violencia política. Si los electores castigan en las urnas a los candidatos con pasado violento, es menos probable que éste gane una elección y, por tanto, menor la posibilidad de que el partido esté interesado en su postulación. La violencia no puede quedar impune y debe generar costo electoral. Los partidos entienden el lenguaje de los votantes: sólo una derrota electoral (o la expectativa de que van a perder una elección) hace cambiar las estrategias. La violencia política en razón de genéro debe continuar siendo una causal de nulidad de las elecciones. En este punto, los/las periodistas deben contribuir cambiando la narrativa y generando marcos cognitivos (frames) orientados a sancionar y condenar culturalmente el ejercicio de la violencia. 

Los militantes y dirigentes de los partidos ejercitan violencia política de género porque pueden. Lo hacen porque no hay un costo partidista, porque a la gente no parece importarle y, por tanto, no hay costo electoral por ejercer la violencia. Las mujeres enfrentan actitudes, prácticas y simulaciones, a pesar de todos los esfuerzos normativos e institucionales para mejorar las condiciones de igualdad de la competencia y del ejercicio del poder. Hay que pasar de los diagnósticos a la acción integral y dejar de poner una y otra vez las exigencias en las mujeres: que tienen que sumar, que tienen que estar capacitadas, que tienen que ser sororas y además defender los intereses de las mujeres. Los costos no pueden seguir estando en las víctimas.

La violencia política no puede seguir siendo el costo que deben vivir las mujeres por querer hacer política. Lo que urge es aprobar una ley específica en violencia política en razón de género, cambiar el relato y normalizar la presencia de las mujeres como detentoras de poder. Como decía una colega feminista en un foro reciente, “hay que encontrar el botón que elimine el patriarcado”. No se trata sólo de regular comportamientos (para que luego no se cumplan las sanciones) sino que tiene que ver además con cuestionar el dominio de los hombres (sobre las mujeres), los roles, los estereotipos y las diversas formas de exclusión. La estrategia pasa necesariamente por feminizar la política y la sociedad, con una agenda impulsada de manera conjunta entre hombres, mujeres y otres, que lleve a cabo el cambio cultural necesario para transformar el modo en que se entiende, se hace y se vive la política en el país.


(1) La violencia política en razón de género es definida como “todas aquellas acciones u omisiones de personas, servidoras y/o servidores públicos que se dirigen a una mujer por ser mujer, tienen un impacto diferenciado en ellas o les afecta desproporcionalmente, con el objeto o resultado de menoscabar o anular sus derechos político-electorales, incluyendo el ejercicio del cargo”. Ver Protocolo para la atención de la violencia política contra las mujeres en razón de género (México: TEPJF, 2017). 

(2) Esto supondría fortalecer al Banco Nacional de Datos e Información sobre casos de violencia contra las mujeres, a través de un apartado que permita delimitar de manera específica los casos de violencia política en razón de género. Ver más aquí: https://banavim.segob.gob.mx/Banavim/Informacion_Publica/Informacion_Publica.aspx 

Toda la información e imágenes son de ORACULUS.
Link original: https://oraculus.mx/2019/

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