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Hace algún tiempo, entré en una juguetería y me topé con una escena que, seguramente, muchas hayáis presenciado alguna vez. Una pareja joven caminaba delante de mí, eran un chico y una chica de unos treinta años; estaban buscando un regalo “adecuado” (cito textualmente) para una niña. En un momento dado, ella se paró y cogió de uno de los estantes un “kit para construir tu primer ordenador”, se giró y le dijo a su pareja: “¿le llevamos este?”. Él la miró asombrado y respondió: “pero si es una niña, ¿no podemos llevarle algo que sea más adecuado para ella?”

Lo hemos oído un millón de veces: las niñas juegan con muñecas y se les dan bien las letras, mientras que los niños juegan a construir ordenadores –o cualquier otra cosa– y se les dan bien las ciencias. Es un viejo cliché que, a pesar de todo, sigue estando muy presente hoy en día. Y a veces, la mejor manera de refutar un prejuicio, es ofrecer ejemplos prácticos de personas que los contradigan. Por eso, aquel día en la tienda de juguetes, me dieron ganas de decirle a ese chico: “la primera persona que programó un ordenador fue una mujer, en el siglo XIX. Su nombre era Ada Lovelace y sin ella, seguramente, los ordenadores modernos no existirían”.

Augusta Ada Byron (ese era su nombre de nacimiento) nació en Londres el 10 de diciembre de 1815, fruto de dos progenitores que, por sí solos, serían suficientes para revocar el cliché al que nos referíamos anteriormente. El padre de Ada fue Lord Byron, famoso poeta romántico inglés, mientras que su madre, Anne Isabella Milbanke, fue matemática y activista. La historia entre Lord y Lady Byron fue el epicentro de los chismes de la nobleza londinense de la época. Todos sabían de la vida disoluta de Lord Byron y de sus tendencias autodestructivas, y nadie esperaba que esa relación terminara en matrimonio. Pero así fue. George Gordon Byron y Anne Isabella Milbanke –su apellido de soltera– se casaron en 1815; poco después, nació su única hija, Augusta Ada (a la que todos llamarían Ada), pero cuando la niña tenía apenas un mes, Lady Byron abandonó con ella la casa en la que vivían para no regresar jamás. Las razones por las que decidió irse no están demasiado claras, tal vez descubrió alguna de las infidelidades de Byron, pero el caso es que, después de la separación, Ada jamás volvería a ver a su padre.

Al igual que su madre, Ada fue educada en ciencias y, como ella, demostró tener un talento innato para las matemáticas, especialmente para sus aplicaciones prácticas y, en cierto sentido, imaginativas. Tuvo siempre una salud muy frágil: sufría fuertes dolores de cabeza que, a menudo, le generaban problemas de visión y, en 1829, el sarampión la obligó a permanecer en cama durante un año. Las matemáticas se convirtieron en su vía de escape: disfrutaba observando los hábitos de su gato y transformándolos en esquemas numéricos, diseñando una máquina para volar y observando el movimiento de Júpiter en el cielo.

A los 17 años y con una salud algo mejor, comenzó a recibir clases de la mano de Mary Somerville, una famosa matemática británica que escribió textos universitarios y tradujo importantes trabajos científicos al inglés. Somerville percibió inmediatamente la increíble sensibilidad de la mente de Ada y le enseñó unas matemáticas menos encerradas en sí misma, capaces de comunicarse con otras disciplinas, especialmente con la filosofía y la poesía. Gracias a esta educación interdisciplinaria, Ada fue capaz de plantearse grandes preguntas e intentó desarrollar métodos para encontrar las respuestas: se convirtió en una verdadera científica o, como ella misma prefería definirse, en “analista y metafísica”.

Pero si creías que las cosas fueron sencillas para Ada, te equivocas. La burguesía inglesa del siglo XIX no tenía una mente demasiado avanzada y el hecho de que una mujer se dedicara a la investigación científica –una profesión considerada “de hombres”–, estaba muy mal visto. No solo eso, sino que los resultados de su trabajo solían tenerse en muy poca consideración, porque se suponía que una mujer no podía ser lo suficientemente inteligente como para encontrar soluciones a los problemas del mundo. Afortunadamente, Ada tuvo dos grandes apoyos incondicionales: su madre y su esposo, William King-Noel, conde de Lovelace, con quien se casó en 1835 y que convertiría en el padre de sus tres hijos.

Dos años antes de casarse, la carrera científica de Ada experimentó un gran avance. En 1833, Mary Somerville la invitó a una recepción donde conoció a varias personalidades destacadas y, en particular, a un hombre que cambiaría su vida: Charles Babbage, inventor de la máquina analítica, considerada el antecedente del ordenador.

Babbage se quedó inmediatamente sorprendido por la increíble inteligencia de aquella joven, “una encantadora de números”, como la describiría luego. Ella tenía sólo diecisiete años, pero Babbage decidió proponerle una colaboración. Ada y Babbage trabajaron para crear una máquina que fuera capaz, no sólo de sumar y restar, sino también de dividir y multiplicar. Ada quiso aprovechar al máximo el potencial de esta máquina que, según ella, no tenía por qué restringirse a las funciones de cálculo, sino que podía extenderse mucho más allá, dando lugar a uno de los mayores descubrimientos científicos de todos los tiempos. Ada no tenía en mente una computadora simple y eficiente, sino un auténtico ordenador, capaz de almacenar información y de producirla. Para desarrollar esta idea, se basó en las tarjetas perforadas que utilizaba el telar ideado por Joseph Marie Jacquard.

Podemos afirmar con bastante propiedad que la máquina analítica del señor Babbage teje motivos algebraicos, del mismo modo que el telar de Jacquard teje flores y hojas.

En 1842, Babbage fue invitado a la Universidad de Turín para presentar su máquina analítica durante una conferencia. Luigi Federico Menabrea, ingeniero y futuro político y diplomático italiano, escuchó la presentación y la revisó en un artículo académico detallado. De vuelta en Londres, Babbage le pidió a Ada que tradujera el artículo al inglés. Pero Ada no se podía conformar con transcribir las ideas de los demás, sino que decidió introducir también las suyas propias. Así, su trabajo de traducción incluyó una serie de apuntes y notas que duplicaron la extensión del escrito original, y en las que predecía el increíble potencial de los ordenadores del futuro, insertando un algoritmo para el cálculo de los números de Bernoulli.

Hoy en día, este algoritmo se considera la primera forma de programación informática del mundo, que más tarde, inspiraría a Alan Turing para diseñar la primera computadora moderna. En definitiva, si escribo este artículo y lo estás leyendo, es gracias a Ada.

Pero Ada fue mucho más que una programadora pionera: amaba los números y la racionalidad, la materialidad del mundo científico le tranquilizaba, porque en el fondo, la suya era un alma inquieta. Las preguntas metafísicas que desarrolló y que fueron el motor de sus investigaciones, casi siempre fueron más elevadas que las respuestas a las que la ciencia fue capaz de guiarla. Cuando, a la edad de 36 años, enfermó de cáncer de útero, la ciencia no fue suficiente: Ada necesitó creer en algo más grande, que diera sentido al mundo y a todo ese sufrimiento. Por eso abandonó la ciencia y se centró en la religión. Unos días después de su muerte, en 1852, fue enterrada junto a Lord Byron, el padre al que nunca conoció y que, a pesar de todo, estuvo muy presente en su vida. Tendría que pasar un siglo antes de que su trabajo científico fuera reconocido y se le diera el valor revolucionario que tuvo. Hoy, Ada es el símbolo de todas las mujeres que, no solo pueden hacer grandes cosas en la ciencia, sino que también pueden cambiar el mundo.

Toda la información e imágenes son de FREEDAMEDIA.
Link original: http://freedamedia.es/2018/07/11/

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